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"Fui más rápido de lo que los profesores hubieran querido"

Ciego de nacimiento, David Blunkett creció en una familia modesta de Sheffield, ciudad industrial situada en el norte de Inglaterra. Su padre murió cuando tenía 12 años. Nada hacía entonces presagiar que el pequeño David protagonizaría con el tiempo una de las carreras políticas más brillantes del Nuevo Laborismo.
Miércoles, 14 de marzo de 2007
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Autor: Rodrigo SANTODOMINGO y JM de MOYA

Usted es un ejemplo casi único de superación personal. ¿Diría que sus dificultades de inicio le dieron una motivación extra para alcanzar todos los logros que ha conseguido? 
No tengo ninguna duda de que en mi caso se trataba de tener éxito o morir. Tener éxito en términos de alcanzar una cualificación académica, ir a la universidad, ya que la otra opción significaba literalmente condenarme a lo más bajo del escalafón económico. A los 16 años no poseía ningún título, así que tuve que ir a clase en horario de tarde mientras trabajaba en la industria del gas. Conseguí el título de Secundaria y estudios profesionales, y a los 22 años, más bien como un estudiante tardío, ingresé en la universidad. Simultáneamente inicié mi carrera política como concejal del Ayuntamiento de Sheffield.

Debieron ser años un tanto locos…
Sí que lo fueron. Algunos profesores me decían que el hacer tanto al mismo tiempo podía perjudicar mi éxito académico, pero al final todo funcionó bien: ¡conseguí mi título!

Revéleme la fórmula para mejorar los resultados al tiempo que se aumenta la exigencia, algo que usted puso en práctica en su etapa como ministro de Educación. Ya sabe, la gente suele pensar que cuando los resultados mejoran en poco tiempo es que se ha bajado el nivel.
En Gran Bretaña tenemos un régimen de inspección muy riguroso. También los medios de comunicación y la clase política en general muestran un gran interés por conocer dónde se sitúan los estándares. Todos comprobaron que la exigencia no había disminuido, algo que por supuesto hicimos de forma deliberada, ya que no hay nada peor que engañarse a uno mismo pensando que lo estás haciendo bien, que la Educación nacional está mejorando, cuando esto no es cierto. Pero me preguntaba por la fórmula…

Sí, los ingredientes básicos que contribuyeron a crear un éxito tan fulgurante.
En primer lugar, reconocer que los alumnos tienen diferentes necesidades y distintas inteligencias. En segundo lugar, liderazgo educativo, algo absolutamente crucial a todos los niveles. Me refiero ante todo a la habilidad de inspirar a los alumnos para que el objetivo sea siempre hacerlo mejor que antes. Tercero, un gran énfasis en la formación permanente del profesorado para poner al día sus habilidades docentes, acompañado de un sistema de incentivos según el cual, a partir de un nivel, sólo cobran más aquellos que acrediten que lo están haciendo bien. Por supuesto, siempre teniendo en cuenta las características socioeconómicas de sus alumnos, su punto de partida.

Durante su etapa como ministro la reforma se centró en Primaria.

Sí, pusimos en marcha programas especiales para la enseñanza de conocimientos básicos en Lengua y Matemáticas. Todavía tenemos margen de mejora, pero lo cierto es que en 1997 seis de cada diez alumnos tenían el nivel básico en esas dos áreas a los 11 años, y ahora la cifra ha aumentado hasta los ocho estudiantes de cada diez.

En Secundaria también iniciaron profundas transformaciones que sus sucesores en el ministerio han continuado con entusiasmo.

Básicamente se trata de conseguir que cada centro se especialice en un área determinada, que tenga su propio punto fuerte, ya sea en ciencias, idiomas o deportes. Pensamos que si consigues la excelencia en un área, esto mejora el nivel general, aumenta las expectativas de los alumnos y cambia la actitud de los profesores. Los datos demuestran que así ha sido. Al principio encontramos mucha oposición, se dijo que las escuelas especialistas terminarían por dividir al sistema educativo. Pocos dicen lo mismo en la actualidad.  

También crearon otro formato: las ‘city academies’ o academias urbanas.
El hecho es que conseguimos mejoras sustanciales para la mayoría, pero algunos centros situados en las zonas más deprimidas del país seguían obteniendo resultados muy pobres. Entonces emprendimos un programa por el que invitamos a empresas, universidades y ONGs a que se unieran al Gobierno y las autoridades locales para crear un nuevo tipo de escuela. Estas academias tienen su propia oferta educativa, y han conseguido que muchos chicos sin aparente futuro permanezcan en la escuela y obtengan algún tipo de calificación.

¿Se siente un pionero? A fin de cuentas usted ha demostrado que en Educación es posible  aplicar medidas que produzcan mejoras espectaculares en un plazo de 3-4 años. Pocos políticos se muestran tan ambiciosos…

Pienso que uno tiene que ser capaz de demostrar cuanto antes que se están consiguiendo progresos. También existen ocasiones en que hay que moverse más rápido que la propia profesión, es decir, yo fui más allá de lo que los profesores en Gran Bretaña hubieran querido. Y lo hice porque pensé que no tenía otra elección: de no hacerlo, hubiéramos desperdiciado toda una generación de alumnos. Sé que no fui muy popular durante un tiempo, pero al final la gente comprobó que lo que habíamos hecho funcionaba, y esto sirvió también para modificar las actitudes de la comunidad educativa. El éxito conduce al éxito.

En España aún existe mucha resistencia a la evaluación, no digamos ya a publicar los resultados de cada centro como se hace en su país. ¿Qué diría a los escépticos? ¿Quizá que es difícil mejorar las cosas si no sabemos qué funciona mal?
Cuando en 1994 me convertí en portavoz de Educación dentro del Partido Laborista, promoví la idea de que debíamos recibir con los brazos abiertos todo tipo de información, primero porque es moralmente correcto que todos –y no sólo un grupo de privilegiados– sepan lo que está pasando. Y en segundo lugar porque es bueno comparar siempre y cuando se tengan en cuenta los datos en crudo y también las características socioeconómicas de cada centro. Hemos sofisticado la información con el objetivo de conocer hasta qué punto un centro se enfrenta a mayores desafíos que otro. Aún así, todavía encontramos cierta oposición entre la profesión docente, si bien pocos en mi país abogan por volver a la situación anterior de falta de información pública.

Otro tema tabú en la Educación española es la posibilidad de, por así decirlo, castigar a los centros que demuestren una incapacidad manifiesta de mejora. Explíqueme brevemente qué hacen en su país con este tipo de casos.
Con los centros que fallan a sus alumnos (y esto lo sabemos gracias a la inspección y a los resultados de las evaluaciones nacionales, que hablan por sí mismos), se les da un año para poner en marcha un plan de acción y demostrar que están revirtiendo la situación. Si se muestran incapaces de ello, entonces nos vemos obligados a cerrar el centro y reabrirlo con un nuevo equipo directivo y otra personalidad. Es obvio que cada centro tiene sus propios objetivos en función de las características de su alumnado –y que invertimos lo necesario para llegar a esas metas–, pero todos han de demostrar su capacidad de mejora.

Durante los años 60 y 70 se puso de moda una pedagogía  que cuestionaba conceptos como la autoridad, el aprendizaje reglado… ¿Piensa que la tendencia es a abandonar este tipo de planteamientos?

En esos años surgieron ciertos enfoques que perjudicaron a toda una generación. Eran teorías sin ningún rigor y que renegaban de todo lo que pudiéramos haber aprendido en el pasado. Nos ha costado tiempo cambiar esto. Piense que aquellos que aprendieron a enseñar por aquel entonces lo hicieron con una metodología particular y les fue inculcada una actitud que no es fácil de erradicar. En cualquier caso pienso que la situación ha cambiado enormemente en los últimos tiempos. Esta clase de planteamientos han ido desapareciendo, y ahora sólo persisten en algunas escuelas privadas que defienden no hacer exámenes, decidir entre todos qué se va a aprender ese día… La mayoría reconoce que los alumnos necesitan disciplina, respeto por ellos mismos y por los demás, un sentido en la vida y un marco general en el que moverse.

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