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¿Por qué fracasa nuestro sistema educativo?

El catedrático de la Facultad de Educación de la Universidad de Zaragoza, Santiago Molina, analiza en esta tribuna las causas de los malos resultados educativos, achacándolos a la formación del profesorado y a la psicologización que subyace a las sucesivas reformas educativas

Miércoles, 13 de febrero de 2008
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Hace varios meses que aparecieron los resultados del último “Informe PISA”, en el que el sistema educativo español quedaba bastante mal parado. Como era previsible, desde entonces hasta hoy han aparecido centenares de artículos analizando las causas de dichos resultados. Sin embargo, desde mi punto de vista, la práctica totalidad de esos análisis se han centrado en aspectos superficiales del problema. Por esta razón, entiendo que puede estar justificada la publicación de este nuevo artículo, ya que en el mismo se alude a causas más profundas y, por ello, más difíciles de subsanar, pero en las que considero que merece la pena reflexionar, sobre todo en unos momentos en que se avecinan elecciones generales.

Evidentemente, la cantidad de variables que intervienen en la calidad de cualquier sistema educativo es extraordinaria, lo cual explica lo difícil que resulta poner en práctica soluciones eficaces. No obstante, aun siendo consciente del riesgo que conlleva basar el diagnóstico en unas pocas causas, únicamente me voy a centrar en dos, ya que no suelen aparecer en los debates públicos, a pesar de la importancia que poseen: la formación del profesorado y la psicologización que subyace en las continuas reformas y contrarreformas educativas que vienen sucediéndose en nuestro país.

Desde el año 1970 hasta hoy, la formación de los profesores de enseñanza primaria ha sufrido un deterioro preocupante. Antes de esa fecha era casi imposible convertirse en profesor de una Escuela de Magisterio sin haber ejercido como maestro durante una serie de años y, en la mayoría de los casos, sin antes haber cursado la licenciatura de Pedagogía. A partir de ese año las nuevas Escuelas Universitarias de Magisterio se llenaron de profesores con contratos temporales y mal remunerados, a los que no se les exigía haber leído ni un solo libro de Pedagogía y, lo que es más grave, sin necesidad de haber ejercido ni un solo día como maestros. Por si fuera poco, las prestigiosas “Escuelas Anejas”, cuya misión era la de formar prácticamente a los estudiantes de magisterio, se desgajaron de los centros de formación del profesorado, argumentando que resultaban muy escasas debido a la gran avalancha de nuevos estudiantes de magisterio.

Ninguno de los gobiernos democráticos que ha habido en nuestro país se ha preocupado de la elaboración de unos criterios profesionalizadores para el acceso de los estudiantes a las Escuelas Universitarias de Magisterio. En consecuencia, estos centros universitarios se han saturado de alumnos que, en muchos casos, accedían a los mismos porque la calificación en la prueba de selectividad no les llegaba para realizar otros estudios de mayor prestigio social. A su vez, esa saturación incontrolada ha motivado que dichos centros tengan que hacer mil y una piruetas para poder lograr que los futuros profesores tengan la posibilidad de disponer de un colegio para poder realizar unas raquíticas y pésimas prácticas, ya que los colegios que se dignan admitir a esos estudiantes no reciben ningún incentivo económico ni profesional, e igualmente porque el profesorado universitario encargado de tutorizar dichas prácticas no dispone de unas orientaciones claras, ni tampoco existe un estatuto específico a nivel legal para ese profesorado. Obviamente, no hay que ser muy sagaces para darse cuenta de que, en esas penosas condiciones, la formación práctica de los futuros maestros tiene que ser de pésima calidad.

Desgraciadamente, las nuevas medidas legales adoptadas para la formación de los futuros maestros pueden acrecentar esa penosa situación, ya que en las mismas no se vislumbra ni una sola disposición para reestructurar las Facultades de Educación, ni tampoco para reciclar a su profesorado. A tenor de las declaraciones de la Ministra de Educación, la deseable mejora se va a lograr con una mejor preparación de los futuros maestros en inglés, en informática y creando un magisterio más generalista. Es decir, a través de un milagro más misterioso que el de la multiplicación de los panes y de los peces.

Por lo que respecta a la formación pedagógica, tanto teórica como práctica, del profesorado de la enseñanza secundaria, la situación es mucho peor que la de los maestros. A partir del año 1970 se comenzó a exigir al profesorado de ese nivel escolar la realización de un “Curso de Adaptación Pedagógica”, después de haber cursado una licenciatura en ciencias o en letras. Ese curso, a pesar de estar pésimamente diseñado y de impartirse al margen de las Facultades de Ciencias de la Educación, pudo tener algún sentido cuando la enseñanza secundaria era voluntaria y, en consecuencia, era cursada únicamente por los mejores alumnos que habían terminado la EGB. Sin embargo, cuando a partir de la entrada en vigor de la LOGSE, en 1990, los cuatro primeros años de ese nivel se convirtieron en obligatorios para todos los alumnos, el CAP resultaba absolutamente insuficiente, tal y como todos los expertos han puesto de manifiesto.

A pesar de la extraordinaria proliferación de leyes educativas a que ha estado sometido nuestro país en los últimos veinte años, el CAP sigue siendo el mismo que se diseñó en el año 1970. En consecuencia, durante todos estos años hemos contado con un profesorado de enseñanza secundaria perfectamente preparado en el conocimiento de sus respectivas materias, pero con una escasa preparación pedagógica y con una nula formación práctica, lo cual ha impedido que pueda enfrentarse al difícil reto que implica motivar a una mayoría de alumnos, comprendidos entre 12 y 16 años, que no desean estudiar porque, entre otras razones, viven en un contexto social que no incentiva el esfuerzo y el estudio.

Como en el caso de las nuevas directrices para la formación de los maestros, la solución para formar a un buen profesorado de enseñanza secundaria se reduce a la transformación del C.A.P. en un Master, donde lo más relevante parece ser el aumento de la formación práctica. Dicho aumento de la formación práctica puede quedar muy bien sobre el papel, pero igual de inoperante que la de los maestros si no se delimitan seriamente las condiciones que deben reunir los institutos que reciban alumnos en prácticas, si no se elabora un riguroso estatuto de los profesores tutores y, sobre todo, si no se incentiva adecuadamente a los institutos.

Otra profunda razón de la baja calidad de nuestro sistema educativo es, a mi modo de ver, la excesiva psicologización que, desde al año 1970 hasta hoy en día, ha estado en la base de todas las reformas educativas que hemos padecido. La reforma iniciada a partir de la aprobación de la Ley General de Educación de Villar Palasí estuvo preñada de una psicología conductista en la que parecía que la calidad del sistema educativo dependía exclusivamente de que el profesorado supiera redactar “objetivos operativos” y de que las escuelas dispusieran de un material perfectamente programado en función de las competencias conductistas que debían alcanzar los alumnos, lo cual convertía a los profesores en meros aplicadores de los recursos que suministraban las editoriales especializadas en la elaboración de libros de texto. Obviamente, fueron los años dorados para el resurgir económico de esas editoriales, para la degradación de la función social y pedagógica del profesorado y para la aparición de grandes bolsas de alumnos que eran presa del fracaso escolar.

Dado que en las ciencias sociales la unanimidad nunca existe, había otra corriente de psicólogos que eran contrarios a ese excesivo culto del conductismo y trataron de introducir en nuestro sistema educativo los postulados de la “Psicología Constructivista”. Su primer impacto fue la instauración de la eufemísticamente denominada matemática moderna, basada en “la teoría de los conjuntos”. Como era de esperar, ese imperfecto intento de modernizar la enseñanza dio como resultado una alarmante bajada del nivel de conocimientos matemáticos de los alumnos. Probablemente con muy buenas intenciones, durante los primeros años de los gobiernos socialistas un potente grupo de catedráticos de Psicología de la Educación se hizo con el control del Ministerio de Educación, e impuso por ley otro modelo de enseñanza basado en principios psicológicos mucho más formalistas y abstractos. Esa ley fue la LOGSE, la cual llevó consigo la implantación de un curriculum obligatorio que concedía mucha más prioridad al aprendizaje de procedimientos y de actitudes que al aprendizaje de conocimientos. Al mismo tiempo defendía que la función primordial del profesorado no era enseñar conocimientos, sino ayudar a los alumnos para que fueran ellos quienes aprendieran por sí mismos.

Lógicamente, al no haber formado previamente al profesorado para poder digerir esa nueva construcción teórica y al no haber dispuesto de los recursos económicos suficientes para que los colegios se organizaran de una forma diferente a la que hasta entonces habían tenido, con el fin de que pudieran responder a las exigencias que conllevaba esa forma de entender la educación, la motivación y el autoconcepto del profesorado cayeron a límites jamás sospechados en la historia de nuestro país. Y como no podía ser de otra manera, el rendimiento escolar de los alumnos descendió hasta los límites que hoy todo el mundo conoce.

Sin embargo, en lugar de reconocer públicamente el rotundo fracaso de ese intento de excesiva psicologización del sistema educativo, esa pléyade de asesores de las distintas administraciones educativas intentaron recomponer los trozos del desmarañado puzzle con la entrada en las escuelas de más psicólogos y psicopedagogos cuya única función profesional, debido a su deficiente formación y, sobre todo, a las precarias condiciones laborales que tienen que soportar, ha consistido en convertirse en una máquina de poner etiquetas diagnósticas a los alumnos y de proponer recomendaciones para el profesorado que en el papel quedan muy bien, pero que en la práctica son imposibles de cumplir.

Es bien cierto que esas etiquetas diagnósticas permiten a los profesores defenderse de las agresiones de algunos padres y madres cuyos hijos van de mal en peor, al poder disponer de argumentos técnicos para demostrar que si un alumno no aprende ello se debe al supuesto déficit que padece, tal y como lo demuestra el hecho del extraordinario número de alumnos que son diagnosticados con el socorrido “Deficit de Atención e Hiperactividad”, al igual que antaño la moda consistía en colocarles la etiqueta de niños disléxicos. Pero también es cierto que contribuyen  a reforzar el malestar de los docentes, ya que su autoridad profesional queda en manos de unos expertos, identificados como tales no tanto por su experiencia profesional, sino por su titulación académica y por la autoridad administrativa que les ha otorgado el monopolio de diagnosticar a los alumnos con problemas de aprendizaje.

Por si todo ello no fuera suficiente para explicar el fracaso de nuestro sistema educativo, paralelamente se suprimió el prestigioso cuerpo de inspectores técnicos de educación, siendo sustituidos por profesores de enseñanza secundaria, en muchos casos sin ninguna formación pedagógica, que eran reclutados con procedimientos clientelistas bastante poco ortodoxos. Cuando se pretendió arreglar este desaguisado, creando nuevamente dicho cuerpo profesional, ya era demasiado tarde pues el mal estaba demasiado incrustado en el sistema educativo.

No cabe duda de que, hoy por hoy, nadie está en condiciones de afirmar o de negar categóricamente que la calidad de nuestro sistema educativo hubiera mejorado sin la existencia de esa complicada maraña de asesores, de orientadores escolares y de inspectores sin ninguna formación pedagógica, que han contribuido a la imposición de un modelo de enseñanza psicologizado que ellos mismos desconocían. Mientras no contemos con rigurosos estudios evaluativos que demuestren lo contrario, pienso que merecería la pena que las administraciones educativas propiciaran la puesta en práctica de medidas innovadoras semejantes a las que a continuación propongo.

 Acabar con la vieja escuela graduada y, en su lugar, propiciar un modelo de escuela absolutamente flexible que sea capaz de satisfacer las heterogéneas necesidades de la diversidad del alumnado. Congelar urgentemente el modelo burocrático y jerarquizado de asesoramiento y de formación permanente del profesorado actualmente vigente. Diseñar un marco curricular totalmente abierto y carente de tecnicismos psicológicos y pedagógicos que nada tienen que ver con la realidad escolar, en el que las competencias de la administración educativa se reduzcan a la elaboración de unos objetivos mínimos y a la inspección de su cumplimiento, dejando plena autonomía a los centros para que lo adapten a la realidad cambiante de su entorno, siempre y cuando se dote a los colegios de las condiciones mínimas para que puedan desarrollar el curriculum de forma flexible. Elaborar un estatuto del profesorado, totalmente democrático y consensuado, que mejore la imagen social de los profesores, reforzando su autoridad y mejorando sus condiciones laborales y salariales. Reestructurar los actuales equipos psicopedagógicos para que su función principal no sea la de diagnosticar a los alumnos, sino la de diagnosticar los males del sistema y ayudar al profesorado de manera eficiente. Contratar jóvenes profesores en prácticas para que actúen como auxiliares del profesorado titular. Diseñar un nuevo modelo de formación del profesorado que pueda encajar en las exigencias de la convergencia europea de la enseñanza superior, pero que al mismo tiempo imite al de aquellos países de nuestro entorno que obtienen los mejores resultados en las evaluaciones internacionales, no solo a nivel de los planes de estudio sino también en lo que respecta al reclutamiento y formación de los profesores de las Facultades de Educación.

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