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Pedagogos ilegales

Miércoles, 15 de febrero de 2012
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Hasta cuesta escribirlo, sí, como leer que existe un nuevo “genocidio”: el pedagógico. Pero así se despachó Gabriel Albiac en una de sus entregas en ABC, encomendado, según parece, a las revueltas musas de la aurora. Afirma el profesor de Filosofía esto mismo: “Ilegalicen a los pedagogos y España aún tendrá arreglo”. Ítem más: “España, desde hace un cuarto de siglo, ha forjado su Camboya incruenta. Sin verdugos. Con sólo pedagogos”. Por si era poca la diatriba, ahí va otra muestra: “Quienes gobiernan son ya criaturas del nuevo genocidio: el pedagógico”. Y la percha de la que cuelgan tales atropellos a la mesura resulta consabida: la “mugrienta Logse” que ha hecho de leer, ahí es nada, una “dulce anacronía, propia de aristócratas reaccionarios que interfieren la marcha luminosa de un reino enamorado de su nada”.

No será cuestión de levantar el ánimo ofendido de quienes tienen formación pedagógica y aprovisonarlo de exabruptos; como, tampoco, de obviar no pocas derivas de la pedagogía hacia la insustancialidad de la jerga y el comodín de las recetas. Pero los desvaríos de quien insta a la ilegalización de los pedagogos –por más que hasta pudieran atemperarse con las socorridas cuestiones de estilo y las particularidades del registro del artículo– no son ajenos a una aversión pedagógica que trae causa, además de las improcedentes derivas antes apuntadas, de la insuficiente y desajustada formación inicial para la docencia en la Educación obligatoria, y conviene subrayar de manera especial este carácter obligatorio. Resulta fácil, entonces, despachar los preceptos pedagógicos, la enjundia de sus paradigmas, la solidez de sus teorías, o los dictados de sus prácticas, asimilándolos a antifaces políticos, sesgos o prejuicios ideológicos. Como si éstos no operaran en quienes denuestan la pedagogía, tan ausente como necesaria en la formación inicial de los que optan por una dedicación profesional a la enseñanza, muchas veces subsidiaria de otras que no quedan al alcance.

Al cabo, argumentos tan denigratorios como los anteriores tienen buen acomodo en las supersticiones. Por éstas, lo mismo cabe abandonarse a creencias contrarias a la razón que argüir una fe desmedida o una valoración excesiva, en este caso, de la influencia –aunque cerrilmente interpretada– de la pedagogía. De modo que ni pedagogos ilegales ni filósofo supersticioso.

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