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El “producto pedagógico”

Martes, 21 de enero de 2014
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La Educación en España es un tema recurrente, que despierta enconados debates entre los distintos sectores de la opinión pública, habida cuenta de los malos resultados arrojados por las pruebas, tanto nacionales como extranjeras, a las que ha sido sometido el sistema en los últimos años. En estas circunstancias, los responsables de la gestión del modelo educativo, tanto del gobierno central como de las autonomías, miran en dirección a la ciencia pedagógica en busca de soluciones o, por lo menos, de iniciativas de éxito que hagan menos visible el descalabro. Una de estas estrategias, que por ahora sólo ha sido acometida en soledad por la comunidad canaria, es la denominada “evaluación por rúbricas competenciales”. En realidad, es mucho más que lo alambicado de su nombre; es una completa redefinición de la enseñanza y el aprendizaje, así como una decidida apuesta por reubicar la figura del docente en ese peculiar entramado.

Los maestros y profesores, quizás por aquello de la obediencia debida, quizás por la candidez de su noble labor, quizás por no darse de bruces con lo institucional, rara vez someten a reflexión los dictados provenientes de los cuerpos teóricos de la Nueva Pedagogía. Y sucede así, casi sin caer en la cuenta, que son testigos y víctimas de teorías que comprometen seriamente, no sólo su trabajo diario, sino la esencia patrimonial de su necesaria tarea. El modelo competencial es uno de esos planteamientos de rabioso vanguardismo, al que nadie rechista, pero que, en su fondo y en su desarrollo aparente, rompe con una línea de tradición, hasta ahora incontestable, que situaba a la Educación dentro de los márgenes del humanismo, el sentido común y la libertad del ejercicio profesional.

Este modelo transforma la actividad docente en un proceso mecanizado, en un juego vacuo de correspondencias entre criterios, objetivos y las llamadas “situaciones de aprendizaje”. Como si fuera un manual de autoayuda, de esos que acompañan a los dispositivos electrónicos o a los muebles que ha de ensamblarse uno en casa, la rúbrica competencial, el paso adelante en el organigrama de las competencias básicas, distribuye y relaciona elementos de la evaluación con tal alegría y desparpajo que termina por olvidarse el componente esencial de la Educación, las personas. Tanto es así que el nuevo formato eclosiona en los “productos pedagógicos”. La participación del alumno en clase, una simple redacción, un comentario, los deberes hechos, incluso el denostado examen, todos y cada uno de ellos, a partir de ahora, serán denominados productos. Evidentemente, la capacidad de producción está en directa relación con el proceso evaluativo, es decir, cuantas más cosas haga el discente, más aplicado resulta y más cerca está del éxito académico. Lo que se persigue es hacer y no tanto saber. Es fácil colegir que la Educación, así razonada, es una suma de pequeñas partes, un puzzle en el que las piezas en sí importan mucho más que el conjunto. Utilizando una imagen familiar, no importa que los árboles no dejen ver el bosque, ya que el objetivo es, justamente, la sucesión de árboles. Esta serie de metáforas, por las que pido humildemente disculpas, sólo tiene un destino: descubrir la iniquidad de semejante modelo.

La cuestión que bulle tras estos ejemplos, la gran pregunta que tal vez alguno ya se haya hecho en la intimidad, y que convierte la enseñanza en una forja de inteligencias, es esta: ¿dónde está el conocimiento? ¿Qué ha pasado con la transmisión de saberes? Tristemente, han desaparecido. El conocimiento es caduco, discriminador y segregador de los individuos, y los saberes, qué decir, anquilosados, desfasados e inútiles en el desarrollo de los currículos. Interesa más que los alumnos manejen términos cotidianos que las leyes a las que obedecen estos. Me explico: lo que debe conseguir el profesor de Física y Química, y es únicamente una muestra, es que sus tutelados estén familiarizados con los fenómenos de la naturaleza, que sepan ordenarlos, describirlos y hasta detallarlos en una prueba objetiva si así se les solicita, pero que resuelvan un problema de cinemática eso ni de lejos, porque tal cosa sería conocimiento, y lo que se busca, como quedó dicho, son productos. Por lo tanto, malos tiempos para el conocimiento y gratísimos para la ignorancia.

Y el docente, el otro protagonista de la Educación, ¿qué ocurre con él? Tampoco es difícil imaginar que va a ocurrir con su figura. Abocada a la desaparición, como los conocimientos que ha transmitido desde hace siglos, arrastra penosamente por el espacio educativo la escuálida sombra de lo que fue. El profesor o, por mejor decir, el maestro menguante, ha mudado su noble profesión en la de un “recolector de productos”, un vulgar registrador intelectual, que hace de la nostalgia un consuelo. En el olvido se deposita la espaciosa labor del profesor en busca de la maduración del individuo, en la inspiración de una vocación o en el reconfortante descubrimiento de los talentos. Sólo se requiere de él una libreta en donde apuntar los registros de la mercancía pedagógica. Nada más.

Este es el panorama que la Nueva Pedagogía alienta en los claustros de la comunidad docente canaria. Un adoctrinamiento en toda regla que, además de suponer un seguro obstáculo a la libertad de cátedra, acaba con el sentido común. Sólo es cuestión de tiempo que el “producto pedagógico” de-sembarque en la península ibérica y, por este motivo, lanzo a los cuatro vientos esta pregunta que, en su fondo, es una advertencia: ¿quién parará los pies a este delirante discurso tecnocrático de la Nueva Pedagogía? Me gustaría concluir con unas sabias palabras del maestro de historiadores Carlo M. Cipolla, incluidas en el brillante y divertido Allegro ma non troppo, sobre la arrogancia del estúpido burócrata: “Con la sonrisa en los labios, como si hiciese la cosa más natural del mundo, el estúpido aparecerá de improviso para echar a perder tus planes, destruir tu paz, complicarte la vida y el trabajo, hacerte perder dinero, tiempo, buen humor, apetito, productividad, y todo esto sin malicia, sin remordimientos y sin razón. Estúpidamente”.

Juan Francisco Martín del Castillo es doctor en Historia y profesor de Filosofía
(Las Palmas de Gran Canaria)

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