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Libertad de cátedra

Martes, 25 de febrero de 2014
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E n las últimas semanas, primero como un rumor generalizado y luego como una auténtica realidad, la comunidad educativa canaria ha sido sorprendida por el protocolo de supervisión de la actividad docente elaborado por la administración del ramo. Los sindicatos de profesores y maestros, en completa armonía, han mostrado su rechazo a tal medida por una serie de razones, siendo la más importante de ellas el que se va a juzgar el cometido de los profesionales por un modelo pedagógico aún en rodaje, sin evaluar convenientemente y, por si fuera poco, que compromete el libre ejercicio del enseñante en el aula. No obstante, este punto no ha sido destacado, y mucho menos analizado, tanto por los medios de prensa como por los propios representantes sindicales, habida cuenta la inminencia de la realización del examen metodológico.

La libertad de cátedra viene recogida en el artículo 20.1c de la Constitución Española y, en cierta manera, anticipa el contenido del precepto de la libertad de enseñanza, amparado por el 27 del texto constitucional. En esto, como en tantas otras cosas, el marco de la Carta Magna es transparente; más que diáfano se diría que es justo en la cobertura jurídica y atento al sentido moderno de la actividad del profesor.

No hace falta echar un vistazo a la historia reciente de España, y no digamos la mundial, para comprender la necesidad y utilidad social de la libertad de cátedra. Sonoros ejemplos de maestros enfrentados al poder institucional por el simple hecho de ejercitar este tipo de libertad se pueden contar por decenas sin importar el color de su ideología. La conquista de derechos individuales y sociales que supuso el orden constitucional parece no merecer, por lo tanto, una revisión o un examen. Sin embargo, esto es lo que la Consejería de Educación del Gobierno de Canarias pretende hacer en los centros de las Islas.

Por sentencia del Tribunal Constitucional 5/81, de 13 de febrero de 1981, la libertad de cátedra “habilita al docente para resistir cualquier mandato de dar a su enseñanza una orientación ideológica determinada”, esto es, se reconoce que la misma noción de libertad subjetiva del profesional de la docencia es “incompatible con la existencia de una ciencia o doctrina oficiales”.

Esta jurisprudencia será, de no mediar el debido respeto a las leyes y normas de nuestro ordenamiento jurídico, violentada con el protocolo previsto por la Inspección de Educación. En el cuestionario, fijado para dar cumplimiento a la medida, se disponen unas cuestiones que no sólo lesionan la libertad del docente, sino que incurren en lo prohibido por la Constitución y la sentencia del máximo garante de la misma.
Se infiere de las preguntas que el modelo pedagógico ha de ser uno, y sólo uno, el llamado competencial, dejando nulo margen a la práctica del profesional.

En el desafuero a cometer, se llega a discernir quien de los candidatos a juzgar desarrolla a conveniencia tal modelo, sancionando o desaconsejando las alternativas posibles. Esta limitación de la actividad del docente en el aula colisiona con la lectura del Alto Tribunal, que, recordemos, desvincula al enseñante de la “ciencia oficial”, sea cual sea ésta.

Ha sido el mismo consejero, quien, a preguntas de los medios, y no hace tantas fechas, pronunció unas palabras que desmentían a las claras la obligatoriedad de una determinada “ciencia pedagógica” en el capítulo evaluativo. Aun, llegaba a afirmar que el tal modelo de las rúbricas competenciales era voluntario, uno de tantos a elegir por el docente, al que exigía, por otra parte, coherencia con el señalado por su conciencia. Ahora bien, lo impuesto por el protocolo de supervisión no es únicamente una contradicción menor, a las que tan acostumbrados nos tienen los políticos, sino la constatación del presunto ilícito constitucional.

Educar en libertad no es una proclama panfletaria, es mucho más, y como docentes no debemos cejar en la lucha por evitar que lo reconocido en la Constitución de 1978 se quede en papel mojado. Ahora que la comunidad canaria está padeciendo una completa y absurda indoctrinación sobre las rúbricas competenciales y cuando la burocracia asfixia la labor docente, no está de más reflexionar sobre el alcance y destino de unas políticas educativas de las que somos, a partes iguales, protagonistas y víctimas.

La queja privada ya no basta, hay que alzar la voz allí donde sea necesario y pertinente en defensa de algo que es inexcusable en nuestra profesión, que casi le confiere un valor más allá de lo académico, trasladándola al privilegiado núcleo de los derechos fundamentales. Nosotros, como colectivo, jamás debemos caer en el olvido de ello y la sociedad tampoco, puesto que “la libertad civil será el provecho de la libertad espiritual de un pueblo” (Kant). ¡Por una vez, hagamos caso a los clásicos!

Juan Francisco Martín del Castillo es doctor en Historia y profesor de Filosofía en Las Palmas de Gran Canaria

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