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Los profesores en el país de las maravillas

Martes, 22 de septiembre de 2015
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Queridos jóvenes que os vais a dedicar a la enseñanza, bienvenidos (y gracias por venir, de corazón: tenéis un mérito enorme). ¿Puedo hablaros como a alumnos? Al fin y al cabo algunos lo habréis sido y, los que no, hubierais podido serlo. ¿Me permitís unas palabras de recibimiento?…”. Así comienza el capítulo titulado “Bienvenida” en un libro que titulé Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor, y que empecé a redactar muy lentamente hace ahora unos diez años. Y continuaba diciéndoles, entre otras cosas: “Elegís una profesión hoy por hoy desprestigiada y que os exigirá esfuerzos pesados, ya os lo habrán dicho. Pero sabed que tiene un gran potencial para ayudaros a vivir felices en la medida en que se puede ser feliz en esta vida. Acaso la que más, a continuación de la de jardinero”. Esto último estaba dicho un poco en broma. Aunque no tanto: enseñar tiene que ver con sembrar, y a muchos nos parece una forma estimulante de invertir la propia vida, capaz de procurar honradas y a veces hasta honrosas satisfacciones.

Por otra parte, tengo la impresión de que hoy la profesión ya no está tan desprestigiada, o al menos ya no se oye hablar de eso. Algo ha cambiado aquella percepción que del aprender y el enseñar se tenía en España durante los años de las vacas gordas –y un tanto locas– que tan mal le sentaron a la enseñanza. Cuando tantos chicos y chicas eran autorizados e incluso animados “a irse a la construcción” o “hacerse esthéticienne”, para lo cual no necesitaban otra cosa que esperar tranquilamente a cumplir los 16. Cuando de pronto había que interrumpir la clase de Lengua y Literatura para razonar un poco con quien soltaba convencido aquello de “Mi padre dice que a ti te pagan para que me aguantes”.

Los que éramos antiguos en las aulas lo teníamos fácil: sabíamos que no era ese exactamente nuestro cometido. Sobre todo si en la clase había una mayoría de quinceañeros que no entendían lo que leían, que para explicarse el mundo exterior e interior se manejaban con unas 500 palabras por todo bagaje, y que si debían combinarlas para expresar una idea por escrito conseguían un resultado algo peor que regular (en Qué pasó… se ofrecen algunas muestras anónimas pero reales). Como ellos ya sabían que leer “no les gustaba” sin haber probado nunca a leer, y que de la palabra “cultura” puede uno reírse abiertamente en clase –tenían entendido que cultura significa memoria, más o menos, y que la memoria es dañina por naturaleza–, costaba trabajo y tiempo deshacer este montón de malentendidos. Tanto, que era frecuente que terminara el curso casi nada más acabados de deshacer. Pero nos preguntábamos qué efecto causaría este ambiente en los profesores jóvenes y –especialmente– entre los estudiantes que podían sentir el gusanillo de la enseñanza.

Por esa misma época, tratando de definir el concepto de “ideal” en una clase de Filosofía del Derecho se pidió a los alumnos que enumerasen los rasgos cuya suma, según ellos, encarnaría por ejemplo el ideal de profesor. Propusieron unos cuantos: imaginaban al profesor ideal como amable, simpático, paciente, transigente, con vocación… y algunas notas más cuyo significado puede considerarse comprendido en estas. (A nadie se le ocurrió pedir un profesor bien preparado en su materia. ¿Quizá lo daban por descontado?) En todo caso, la selección de cualidades resulta representativa del concepto de profesor que se ha difundido en el último ventenio largo. Y no carece de lógica. Para invertir tanto tiempo de las clases en persuadir a tantos de que, más que “ser aguantados”, les convenía escuchar una lectura y luego leer por sí mismos otro par de páginas estaba bien alguien paciente, transigente, con vocación… Y, sí: mejor para todos que procurara no perder nunca el buen humor. Pero mientras nos dedicábamos a eso, muchos se fueron sin haberse dejado abrir el horizonte intelectual y cívico algo más allá de esas 500 palabras que son todo el universo de la conversación informal y de los programas televisivos de gran audiencia, que en adelante les habrán ayudado a seguir construyendo sus vidas a quienes no leen ni piensan leer y que, no lo olvidemos, integran una parte significativa de la sociedad que somos.

¿Y los otros, los que continuaron y han ido terminando sus estudios? Pues que algunos en efecto quieren hacerse profesores. Que están dispuestos a tender al ideal esbozado por aquellos universitarios de hace diez años y para completarlo –es de esperar– a esforzarse por conocer cada vez más a fondo su materia de estudio y por saber transmitirla cada vez mejor. ¿Qué podemos decirles? ¿Qué piensa este país hacer por ellos a cambio?

En primer término, sin lo cual no seríamos justos pero, sobre todo, sin lo cual no podrán trabajar eficazmente: prometerles que el resto de las “piezas” del sistema también intentarán tender al ideal. Recientemente el ministro Méndez Vigo (El Mundo, 31/8/15) ha hecho dos afirmaciones que traigo aquí porque parecen base importantísima. La primera: que “todo lo que favorezca a los docentes lo vamos a procurar”. Pues bien, lo que más puede favorecer a los docentes –y por tanto y principalmente a una buena escolarización general– es que la enseñanza esté bien planificada, que no lo está. Y aquí la segunda afirmación del ministro: “Creo que tenemos dos problemas serios en España. Uno proviene de su Bachillerato. Yo tuve la sensación, cuando era profesor universitario y me tocaba corregir exámenes, que el nivel no era muy bueno”. El otro problema es la masificación de la universidad. Y también reconoce el propio ministro que la FP “no hemos sabido ponerla en valor”. Parece que no hemos sabido hacer unas cuantas cosas que importaban mucho…

El pacto escolar que se reclama desde todas partes es muy necesario: lo inaudito es que aún no se haya logrado. El sistema necesita estabilidad. Pero igual de importante es la planificación, en sentido técnico, de lo que se debe enseñar/ aprender, en qué orden y en cuánto tiempo. El Bachillerato actual es la suma de los tres cursos del antiguo BUP más el COU, es decir, aglutina en dos años lo que antes se desarrollaba en cuatro. Y en la etapa obligatoria hemos permitido que sistemáticamente un gran número de alumnos pasen de curso sin haber aprendido de verdad lo necesario para aprovechar el siguiente. Ni de la ESO salen estudiantes en general bien escolarizados y habituados a aprender por su cuenta (¡a los 16 años!), ni luego en dos cursos hay tiempo de suplir esas deficiencias y, además, completar un Bachillerato de calidad. ¿A qué esperamos para introducir los cambios necesarios? Aunque de lo que se habla siempre es de la alta tasa de abandono, nos convendría admitir de una vez que este ha producido el efecto colateral de que para que la tasa de suspensos y de abandono no sea aún mayor ha estado habiendo una elevada tasa de lo que podemos llamar “aprobados falsos”, es decir, de alumnado que se va con el título –y por tanto no afea las estadísticas– pero con unos conocimientos y unas capacidades desarrolladas que, estas sí, distan bastante del ideal. (Pues en realidad no está tan claro que la paciencia y la transigencia garanticen muy buenos resultados. A lo mejor la firmeza coherente y exenta de rigidez resulta más orientativa y conduce a un resultado mejor: mis alumnos solían estar de acuerdo, al final).

En segundo término, debemos ayudar a quienes han salido de este sistema mal diseñado a mejorar su nivel de preparación. Dado que el profesor además de conocer bien su materia debe tener unos conocimientos generales que le hagan ser percibido como modelo de persona bien formada, es muy posible que algunos aspirantes a enseñar necesiten aún completar su preparación. Ayudémosles. Seguramente necesitan un MIR donde se les proporcione esa formación en sentido amplio más la formación didáctica que necesitan para empezar con su tarea y que luego irán completando con la práctica. Mi experiencia –por si sirve– me lleva a sugerir que ese MIR les ofrezca, entre otras cosas, el intercambio lo más intenso posible con profesores en activo de la zona donde vaya a ejercer cada aspirante. Y no, en cambio, excesiva adquisición de nociones teóricas procedentes de ciencias nada exactas, cuya validez práctica está por determinar y que tienden a estar expresadas en un lenguaje precisamente antididáctico.

Y, en tercer lugar, debemos prometerles que vamos a escucharles. Los profesores, tras pocos años de experiencia, acumulan valiosos conocimientos sobre cuánto y cómo de la propia asignatura se puede enseñar bien, a cuántos, en cuánto tiempo, a qué edad, en qué condiciones… Entre todos, componen un cuerpo de expertos perfectamente capaz de aportar, yo diría que casi completas, las líneas generales de un sistema eficiente. Si el ministro habla en serio, puede que ponga en marcha un mecanismo de consulta, una gran encuesta permanente al profesorado organizada de forma oficial, con preguntas bien orientadas sobre las cuestiones fundamentales y otras que tengan que ver con el oficio y la práctica de enseñar en las condiciones realmente existentes. Se aprovecharían así tantas contribuciones como podemos rastrear en las redes sociales, que ahora se desperdician al no atenerse a un orden y a un objetivo bien acotado y claro y al no estar pensadas para que el debate, digámoslo así, “se automodere”. No es un secreto que las redes convierten todo en ruido, que reproducen la inmediatez de la comunicación oral y los rasgos del uso más informal de la lengua, entre ellos la imposibilidad de meditar bien lo que se dice, la mera espontaneidad donde domina la función expresiva del lenguaje, tan enemiga del debate racional. Debates de este tipo hemos conocido muchos, los que ya no estamos. Y no por ello nos sentimos escuchados en su momento, ni parece que hayan servido para grandes mejoras.

Por lo demás, ahora que algunas circunstancias han cambiado, ¿no será ya momento de hacerles entender a los educandos que a la escuela van a aprender (a diferencia de quienes no tienen escuela adonde ir: es primordial que lo sepan) y que tener eso claro es el factor más necesario y beneficioso para que aprendan, al margen de que los elementos del sistema se aproximen más o menos a su propio ideal? En 2005 era tarea costosísima convencerles de esto. En 2015 puede que ya lo sea menos: y no solo supondría un apoyo fundamental a la labor de los nuevos profesores, sino la razón misma de que lo que se invierte en formar a estos últimos, no ciertamente para que vayan al aula a aguantar, que para eso no hace falta inversión alguna- no siga siendo un mero despilfarro.

Y para terminar, lo que en absoluto parece procedente es que en este país de las maravillas que durante años se ha permitido un sistema que no garantiza la igualdad de oportunidades y que lleva varios cursos aplicándolo con recortes, últimamente andemos encandilados con el espejismo de Finlandia y para seleccionar al futuro profesorado ahora nos dé por exigir “que vengan solo los mejores”, como se oye decir alegremente cada vez con más frecuencia. Expectativa “ideal” pero bien poco madura y realista, que parece estar buscando más frustración. Quien en España tiene al lado una persona joven por cuyo futuro se interesa, si este joven termina el Bachillerato con calificaciones brillantes, ¿suele animarle vivamente a que se haga maestro? ¿Y ese o esa joven, por sí mismos, desdeñan otras posibles opciones de futuro para optar precisamente por enseñar en un instituto? La cuestión es crucial. Si las condiciones en que trabaja el profesorado, es decir, si el incorporarse al sistema como enseñante de Primaria o Secundaria no es un auténtico incentivo, y percibido como tal de modo claro, ¿podemos esperar que solo elijan esa opción quienes obtienen mejores calificaciones? Suponiendo que eso les haga automáticamente mejores para enseñar, ¿qué pensamos hacer, obligarles? Mientras que en cambio es razonable esperar que, si procedemos con prudencia mejorándolo todo poco a poco, acabemos consiguiendo que se dediquen a la enseñanza quienes por su inclinación, por sus capacidades y por la formación que han recibido realmente están en condiciones de hacerlo mejor.

Luisa Juanatey es profesora y escritora, ha publicado Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor (Ed. Pasos Perdidos, 2015)

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