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No hay derecho

Martes, 28 de febrero de 2017
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El primer artículo que me publicaron sobre el delirio pedagógico fue en noviembre de 1999, en el diario El País, y en él relataba, además de hacer una denuncia que parece que cayó en el olvido, la triste historia de un padre, culto y paciente, que se vio en la necesidad de llevar a su hija, de apenas 15 años, a las dependencias de la Fiscalía del Menor en la capital madrileña porque “ya no podía con ella”. Lo singular del asunto, si lo anterior es poco, es que la chica iba atada de la mano a su progenitor. Al cabo de casi 20 años, el panorama es, incluso, peor de lo que pintaba en aquel entonces.

Las noticias sobre el acoso y las prácticas abusivas en el entorno escolar dejan en la anécdota lo que describía en ese año. En la actualidad, los abusos entre los propios menores son tan numerosos que ya nadie, en su sano juicio, se atreve a infravalorarlo. No obstante, el silencio permanece. Siempre he alertado de la negativa deriva que la pedagogía de vanguardia ha ejercido sobre la Educación, pero lo que, en estos momentos, estamos viviendo solo puede contemplarse como el fracaso de la autoridad y la ley. Los pedagogos de salón y los petimetres de la innovación educativa han vaciado las aulas de responsabilidad y han terminado por excluirlas del juicio moral, pero, en su discurso demencial, han trasladado ese mismo vacío a la política y al conjunto de la sociedad.

Resulta indignante que, ante el aumento de suicidios entre los chicos víctimas del acoso escolar, nadie responda, ni siquiera los que por obligación y competencias debieran hacerlo. Y, cuando se conoce la noticia de un estudiante, que harto de las prácticas de sus compañeros, la emprende a machetazos con los acosadores, lo que importa de todo ello es si tenía un “carácter introvertido”. Lo que está en el fondo de la cuestión es por qué se producen estos abusos y si hay manera de atajarlos. La primera pregunta, evidentemente, se contesta con la segunda. Quiero decir que el modo de acabar, definitivamente, con el acoso y el cyberbullying es cambiar la ley, y con ella, por supuesto, la pedagogía utópica de corte relativista que la generó. Porque si no se procede con esta modificación en un tiempo prudencial, lo que depara el futuro es desolador.

La Ley a la que me refiero es la del Menor, fruto del paroxismo delirante de pedagogos y legisladores. Cambiar sus principios y las atribuciones de penas a los chicos que cometan delitos contra sus iguales o contra quien sea es lo que urge. Hasta ahora, y para que se entienda, en conformidad con el texto legal, existe el delito, pero no así el delincuente, salvaguardado por el buenismo de un código que, a la vista de las terribles estadísticas sobre el acoso y las agresiones protagonizadas por menores, ha quedado por completo superado por la realidad.

Hay que tener valor para llamar a las cosas por su nombre y decir ante quien sea que no se puede seguir de esta manera. La corrección política ha mirado para otra parte cuando las víctimas del acoso llenan los hospitales, pero me pregunto si hará lo mismo cuando, de aquí a unos años, según avanzan los expertos, los cementerios se pueblen con los pobres desdichados que tomen la peor decisión porque ni en las escuelas ni en las autoridades encuentren el apoyo que tanto ansían. Pero, insisto de nuevo, el gran desafío es dar el finiquito a una pedagogía que, en su perversa ingenuidad, ha convertido a los culpables en inocentes, trastocando el orden moral de las cosas.

Por mi profesión, sé –cómo voy a ignorarlo– que esta apuesta subvertiría la escuela en su integridad, ya que supondría refundar la enseñanza y su concepto, pero no hay alternativa. Hay que apresurarse para que el entorno educativo recupere el sentido común y, sobre todo, para que no viva ajeno a la realidad que le rodea. ¿Cómo se puede defender la idea de que una persona que atenta contra los derechos a la intimidad, el honor, la propia imagen, la dignidad y la integridad física no sea calificada como un delincuente? Si ello es así, y en recta lógica jurídica, tampoco existirían las víctimas. Precisamente, esto es lo que ocurre. Solo cesará el acoso escolar cuando, de veras, se asuma que es un delito, y uno de los peores posibles, porque afecta a los derechos fundamentales de la persona.

Me solidarizo con las víctimas del acoso, con sus familias y allegados, pero, desde aquí, lanzo una proclama para todo aquel que quiera seguirla. No hay derecho a que no exista justicia en la Educación, a que nuestros hijos sean presas fáciles de los desalmados de su misma edad y a que los educadores, y por la parte que nos toca, nos encontremos en la más absoluta intemperie moral y legal para defenderlos. ¡Cambiemos la Ley del Menor, ya!

Juan Francisco Martín del Castillo es doctor en Historia y profesor de Filosofía en el IES “La Isleta” de Las Palmas de Gran Canaria

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