La Educación y el problema catalán
El Nobel gallego Camilo José Cela afirmó con acierto: “Lo malo de los que se creen en posesión de la verdad es que cuando tienen que demostrarlo no aciertan ni una”. Nadie debería creerse en posesión de la verdad en ninguna materia pues el respeto y la tolerancia son los pilares básicos de la convivencia, más si hablamos de educación.
En materia educativa se espera de la Administración el fomento de una Educación de calidad que forme a los ciudadanos en un pensamiento crítico que les permita elegir con libertad. En ese sentido, hacer política educativa está bien, hacer de la Educación un arma política, no es digno. Defender aquello en lo que uno cree es un ejercicio de coherencia. Sin embargo, cuando se ostenta una responsabilidad pública, utilizar la potestad para imponer el pensamiento propio atacando aquello en lo que otros creen, es una actitud de talante poco democrático. La libertad no se cuestiona, y tampoco se retuerce para impedir un derecho constitucional.
Asistimos estos días a un momento histórico para nuestra joven democracia: el desafío secesionista y sus consecuencias y somos muchos los que hemos pensado que la actual situación deriva, en parte, del control ideológico de la escuela catalana.
En España, los nacionalismos han cimentado sus proyectos políticos con un control férreo sobre el ámbito educativo, convirtiéndolo en el eje principal del autogobierno, y amurallándolo como terreno en el que no cabe negociación. La transferencia de las competencias educativas a las comunidades autónomas ha permitido, en algunos casos, desplegar un modelo de ingeniería social que rechaza espacios comunes, evaluaciones externas objetivas o cualquier cuestión que consideren cesión por mínima que sea.
Coincido con los que piensan que no podemos volver a atrás, que no podemos restar autogobierno a las comunidades autónomas y centralizar de nuevo las competencias en materia educativa. No obstante, considero que es momento de dar un paso adelante para evitar las situaciones que se han calificado comúnmente como “adoctrinamiento en las aulas”. La libertad de enseñanza es un derecho constitucional y avala “la existencia de un pluralismo educativo institucionalizado”, en palabras del Tribunal Supremo. Sin embargo, la libertad se ve mermada cuando hay presiones, silencios y angustia de una parte de la ciudanía que se siente amordazada por no compartir un determinado ideario político.
Me consta que el Gobierno ya ha emprendido las actuaciones pertinentes a través de requerimientos a la Administración educativa. No obstante, coincido en que el momento requiere de medidas para reforzar las funciones y competencias de la Alta Inspección Educativa, de forma que se extienda a los libros de texto y otros materiales curriculares para supervisar que se ajustan al ordenamiento legal vigente; debe poder actuar de oficio y a instancia de parte cuando se detecten estas realidades y tener potestad sancionadora a las administraciones educativas cuando se vulneren principios y valores contenidos en la Constitución y debe disponer del refuerzo pertinente en los cauces específicos de comunicación con la Fiscalía, para perseguir con diligencia los delitos de odio cuyas víctimas sean los menores de centros educativos.
Y no es solo cuestión de la Alta Inspección, todos debemos trabajar con el objetivo de preservar a los centros educativos como lugares de aprendizaje libres de adoctrinamiento por quienes atentan contra los derechos y libertades públicas amparados por nuestra Constitución.
Algunos se han atribuido verdades absolutas y se han considerado en posesión de un asunto de todos, como es la Educación, pero gobernar es otra cosa. Los gobiernos del diálogo y la participación deben serlo para todos y no solo para los que están alineados con el consejero o el gobierno de turno. El mayor error de la política educativa es realizar el diseño de la misma desde la óptica de quienes deciden sobre la enseñanza y no desde la óptica de quienes reciben la enseñanza, es decir, poner la Educación al servicio de la ideología.