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Impunidad y justicia

"El fracaso de la Ley del Menor es proporcional al daño social de su puesta en marcha", dice el autor.
Martes, 30 de enero de 2018
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Siempre que me entero de una nueva noticia sobre crímenes gravísimos perpetrados por menores en nuestro país, me acuerdo de una de las últimas frases de la obra de William Golding, El señor de las moscas (1954). En ella, el personaje central de la novela, el joven Ralph, pronuncia unas palabras que han resultado determinantes con el paso del tiempo. “Lo hicimos bien al principio…”, sentencia el angustiado muchacho en presencia del oficial británico que venía en su rescate. Y esta es la particular sensación que uno tiene con la dichosa Ley del Menor, promulgada durante el turno socialista al frente del Gobierno de la nación, que, en la verdad de la afirmación que luego se hará, no deja de constituir uno de los peores errores cometidos por las instituciones en relación con la protección de los propios menores. Porque, en el afán por dotar a la infancia de un marco de bonanza legal, se pensó que, antes que cualquier otra cosa, habría que poner a los niños a salvo de sus responsabilidades, las generadas por ellos mismos, y, de este modo, excluirlos del juicio moral de la sociedad. En esta dirección, la gravedad del delito quedaría en suspenso o, directamente, resultaría inexistente éste por la inimputabilidad de los jóvenes criminales. En el fondo, desaparecía la figura del delincuente, aunque se preservara el tipo delictivo.

Un auténtico dislate, tanto penal como ético, que ha hecho posible que, en un primer momento, solo fueran casos aislados, excepcionales en todos los sentidos, para, posteriormente, convertirse en una progresiva sucesión de crímenes. Así, se consideró que esta Ley del Menor, bien diseñada en un principio –como dijera el Ralph de Golding–, era la panacea que habría de acabar con el estallido de violencia entre los jóvenes antisociales, y, sin embargo, lo que ha transmitido al conjunto de la sociedad es una odiosa sensación de impunidad frente a la justicia que, lejos de aminorarse, despierta una creciente ola de desaprobación entre la gente, visible en los movimientos en recuerdo de las víctimas de aquéllos tanto como en las llamadas a la modificación de las penas a recibir por estas conductas.

Mi opinión personal, sustentada en el contacto diario con chicos de estas edades, es que el fracaso de la Ley del Menor es proporcional al daño social de su puesta en marcha. Es éticamente indefendible que alguien, por el simple hecho de tener un número determinado de años y no otro, quede al margen de la acción de la justicia, y, en el mismo sentido, es moralmente incomprensible, por no decir otra cosa, que se defienda que los menores ignoraban lo que hacían en el momento justo del crimen. Sostener semejante afirmación es hasta indignante frente al horror de sus actos. El reciente suceso de la capital bilbaína es más que revelador porque en él están todos los elementos que invalidan el buenismo sobre el que se asienta la Ley del Menor. Los encartados tenían un largo historial delictivo a sus espaldas, habían sido objeto también de importantes medidas de protección –incluso sus nombres todavía hoy figuran en el registro de la atención institucional de la comunidad vasca–, y, contrariamente a lo esperado, siguieron con sus fechorías. No es que falle el sistema, es que la erosión procede de la mentalidad que anima la respuesta de los organismos oficiales.

Muchos profesores lo sabemos, pero pocos nos hacen caso. Algunos jueces, como Emilio Calatayud, también están en la onda de la sensatez, pero tampoco se les escucha. El origen del problema es la calificación del menor ante la ley, puesto que, si se le considera, y sin otro argumento que la edad, inocente de cuanto hace, lo conviertes en un individuo ajeno a la propia sociedad, facilitándole el camino a la perversión o la delincuencia, ya que se sabe de antemano impune. Los menores no son idiotas, no los tratemos, por lo tanto, como tales. Son personas que deben crecer en un entorno favorable, pero, aunque no lo hagan, jamás deberían situarse fuera de la ley. Y, si lo pretenden o lo consiguen, no debería haber margen, ni social ni por supuesto moral, para que la justicia no actúe contra ellos. Les aseguro una cosa: los primeros que lo agradecerán serán ellos, si bien sus víctimas y familiares no quedarán muy a la zaga. Entenderán lo que ahora nadie parece entender, que ha de haber un necesario equilibrio entre lo que se hace y la pena que se ha de recibir por ello.

Juan Francisco Martín del Castillo es doctor en Historia y Profesor de Filosofía en el IES “La Isleta” de Las Palmas

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