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La escuela del sentido común

“¿Quieres hacerme creer que la escuela del futuro, como la llamabas, era un fracaso?”.
Martes, 5 de junio de 2018
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A Alexis que, al final, lo entendió.

Cómo será la escuela del futuro?”. Esta era la pregunta que se hacían Alexis y Felo cuando apenas levantaban unos palmos del suelo. Vivían en el mismo barrio y se reconocían como amigos de toda la vida pese a su corta edad. Solo les separaba una calle, que, en realidad, era un abismo. Alexis, hijo de un empleado en paro, estaba al otro lado, mientras Felo, perteneciente a una familia de posibles, residía en la casa más grande, una que casi se identificaba con la propia calle que los distanciaba. Pero eso a ellos no les importaba en el momento de hacerse la cuestión. Cada cual dijo lo que le pareció, aunque, en el fondo, estaban describiendo su realidad personal, plagada de frustraciones o repleta de ambiciones, según fuera el caso. “Yo creo que si pongo de mi parte, estudio y me esfuerzo, sacaré el curso. Lo de cómo será la escuela, la verdad, ahora no me interesa”, afirmó Alexis, convencido de la fuerza del argumento. Felo, en su turno, sentía muy lejos de sí las palabras del amigo: “En clase, estamos jugando todo el día, también vemos películas sin parar y, qué quieres que te diga, me lo paso divinamente; mis padres están muy contentos con los proyectos, como los llama la seño”. Y siguió, porque una incontenible alegría le corría por las venas: “¡La escuela del futuro es la que yo tengo!”. Ninguno de los dos volvió al tema hasta que, inesperadamente, la escuela se convirtió en el único asunto verdaderamente relevante de sus vidas, pasados los años y pobladas las sienes de canas.

Alexis, ingeniero de prestigio en el extranjero, responsable y disciplinado por el contacto con la realidad de las cosas, nunca perdió de vista a su amigo de la infancia. Y Felo, comercial en una entidad bancaria, tampoco quiso desprenderse de aquel lazo que le mantenía unido a lo que fue la etapa más feliz de su vida. Un día como otro cualquiera, se citaron para hablar de sus respectivas experiencias personales y, por supuesto, de la escuela que compartieron. Comenzó Felo, en un tono que en poco recordaba al de su niñez: “Éramos felices, estúpidamente felices, lo reconozco”. Enseguida, le cortó Alexis: “¿Por qué?”. “Llevabas toda la razón, la escuela que yo experimenté era un engaño, un placebo que contentaba por igual a padres y profesores, aunque los perjudicados fuéramos nosotros, los chicos. ¡Ay, si te contara!”. “Venga, Felo, no me vengas con milongas, tampoco te ha ido tan mal”, se sinceraba el amigo, más por complacerle que por refrendar sus pensamientos. “Que sí, que sí. Fíjate: ¡Vine a saber multiplicar en 4º de la ESO, cumplidos los 16 años!”. Alexis le miraba atónito y pensaba para sus adentros: “¿Será este el mismo tipo que iba a una escuela de pago, con proyectos y todo el rollo pedagógico de la época?”. Felo prosiguió, necesitaba desahogarse: “Terminé Secundaria en la más absoluta ignorancia, sin apenas saber leer, calcular o escribir con corrección. Pero, eso sí, en felicidad tenía un 10”. Alexis volvió a insistir: “¿Quieres hacerme creer que la ‘escuela del futuro’, como tú la llamabas, era un fracaso?”. “No, algo peor, una estafa”, concluyó Felo.

Las tornas habían cambiado: el Felo adulto envidiaba al Alexis niño, el mismo que vivía al otro lado de la calle, el que acudía a un colegio público del barrio, en el que los maestros eran los de toda la vida. El Felo adulto echaba de menos aquella escuela, en la que el único criterio pedagógico importante era el sentido común. Por su parte, Alexis vio, de pronto, cómo aquella época, para él desgraciada, se transformaba en algo diferente, un tiempo, si no de estúpida felicidad, como no dejaba de repetir su amigo, sí de íntimo orgullo. El convencimiento de haber hecho las cosas como es debido crecía en su interior en la misma medida que lo echaba en falta el hijo de la familia de la casa grande. Los dos terminaron por entender, uno por ausencia y otro por revelación, que la escuela no es el templo del hedonismo, ni tampoco su función es la ansiosa búsqueda de la felicidad, sino que constituye la herramienta fundamental para educar al hombre en los conocimientos y valores necesarios para llegar serenamente a aquélla.

Juan Francisco Martín del Castillo es doctor en Historia y profesor de Filosofía en el IES “La Isleta” de Las Palmas de Gran Canaria

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