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Pasillos pintados de azul

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Lo peor fue el silencio, recalca Irene Vallejo en su último y exitoso libro El infinito en un junco, magnífico ensayo sobre el poder de la palabra escrita a lo largo de la historia entrelazado de crítica literaria y autobiografía.

Se trata de una revelación temprana, ese silencio oscuro, mecanismo tribal utilizado para apartar al más débil: “una repetidora, una inmigrante china que apenas hablaba nuestro idioma, una chica exuberante con la pubertad adelantada”, ella misma, Irene, la empollona de la clase…. “Éramos los ejemplares débiles de la manada que el depredador observa y aísla desde lejos”.

El silencio fue lo peor, insiste. Porque chivarse estaba muy mal. Se aceptaba el código vigente, la ley no escrita, esas reminiscencias selváticas: la calle, el patio como microcosmos existencial y la vida que siempre va en serio.

La infancia no fue un paraíso. Hubo alegrías eufóricas pero también días tenebrosos. “Allí están los juegos, la curiosidad, las primeras amigas, el amor medular de mis padres. Y la humillación cotidiana”. Los pasillos pintados de azul.

“Éramos los ejemplares débiles de la manada que el depredador observa y aísla desde lejos”

Hoy contamos con varias palabras para revelarlo; porque lo que no se nombra, no existe. Por aquel entonces no existía y de ahí también ese silencio espeso, turbio. Eran cosas de niños. Por vergüenza y autoestima mal entendida durante años le reconfortó no haber sido la chivata de la clase, la acusica, la cobarde. Las agresiones adquirían un aire rutinario, habitual, poco llamativo. Bromas pesadas. Una especie de banalidad del mal propagado por la indiferencia de los otros, colaboradores necesarios.

Contra ese silencio ominoso se rebeló como escritora. Uno de los primeros relatos que escribió siendo niña se titula Las tribus salvajes. Las cosas que no se pueden contar son precisamente las que un escritor está obligado a contar. Y decidió entonces convertirse en la chivata que tanto temió ser.

Contra las humillaciones sufridas, fueron los libros –y su familia– en quienes encontró refugio.  “Me ayudaron cuatro personas a las que nunca he visto: Robert Louis, Michael, Jack, Joseph. Más adelante descubriría que son más conocidos por sus apellidos: Stevenson, Ende, London y Conrad”.

No estaba sola Irene cuando leía. Se sentía amparada, cerca  de personajes que también padecieron similares sufrimientos. Pero también de otros que le enseñaron a creer que otras vidas  –no siempre imaginarias– eran posibles.

Decía Saramago que la lectura debería formar parte del Ministerio de Salud. Un buen puñado de libros contra la barbarie. Un dique de contención como luz al final del túnel.

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