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Maestros de escuela

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Vivir con la cabeza repleta de ideas estupendas nos espolea a seguir hacia delante. Fue éste el motivo principal por el que Don Quijote partió en busca de aventuras un día de los más calurosos del mes de julio, nada menos. Conviene, sin embargo, tener en cuenta el equilibro aportado por su escudero Sancho para evitar el contraste fiero de la realidad. Nada en demasía, decía el clásico. El héroe cervantino, tras recorrer las áridas tierras manchegas y comprobar la aspereza en su andar solitario, arriba al inmenso mar de Barcelona donde será derrotado por el caballero de la Blanca Luna. Su periplo concluye ante un horizonte abierto. No puede ir más allá cuando todo –paradójicamente– invita a fracasar mejor, a embarcarse en un nuevo naufragio.

Si como dice Thoreau, nuestra vida se pierde en los detalles, el exceso barroco de Don Quijote se atempera en su impuso inicial por asaltar los cielos –recuérdese la aventura de Clavileño– para acabar abrazando un confín mucho más terrenal, la vida pastoril. Y es que el mundo está demasiado encima de nosotros (Saul Bellow).

Si como dice Thoreau, nuestra vida se pierde en los detalles, el exceso barroco de Don Quijote se atempera en su impuso inicial por asaltar los cielos

También Wittgenstein arrojó lastre por la borda como forma radical de empezar de nuevo. Una vez escrito el Tractatus logico-philosophicus, opta por convertirse en maestro rural. Sus hermanos no imaginaban que mente tan filosóficamente formada ejerciera oficio tan menesteroso. Su hermana Hermione lo compara con alguien que usara un instrumento de precisión para abrir cajones. A lo que Ludwig contesta: «Tú me haces pensar en una persona que mira por una ventana cerrada y no puede explicar los movimientos peculiares de un transeúnte; no sabe que fuera hay un vendaval y que a ese hombre acaso le cuesta mantenerse en pie».

También nuestro Emilio Llegó si volviera a nacer sería maestro de escuela. Así lo expresa en una reciente entrevista –(Imprescindibles, Tv2)– donde además reconoce el valor de la cultura y la Educación pública, “una y la misma para todos”, afirma. Y para ello se apoya en lo dicho por Aristóteles hace veinticinco siglos: no tenemos que aceptar que sea el dinero ni el poder económico quienes delimiten los niveles de la Educación. Le gustaría enseñar a los niños a mirar una naranja, una manzana, ver cómo son los gajos, el mundo, la naturaleza, la vida, los árboles, la luz, las hojas que caen y nacen de nuevo… Así los alumnos –asevera convencido– no se quedarían inmovilizados por el móvil. Recuerda con emoción a su maestro don Francisco, que en un Madrid asolado por la guerra les enseña a leer el Quijote y les propone sugerencias de la lectura, esa libertad de abrir cajones y ventanas.

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