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Responsabilidad y contagio

Juan Francisco Martín del Castillo
Doctor de Historia y profesor de Filosofía
15 de septiembre de 2020
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© HURCA!

Escribo desde Madrid, donde las palabras de Susanna Tamaro, en el celebrado Vá dove ti porta il cuore (1994), son tristemente reales: “Si camino por esta zona oigo todas las voces de los muertos”. Tal vez por otros lugares de España esta sensación ni siquiera tiene opción a presentarse; lugares que, lejos del impacto letal del virus, no sepan valorar lo que aquí, en la capital, con una tasa de mortalidad tan alta, está a la orden del día. Paseando por sus calles, sobre todo cerca de los enclaves en los que la enfermedad ha hecho de las suyas, uno siente que el corazón se sobrecoge sólo de pensar en la ausencia de tantos.

Por supuesto, es una experiencia que no le deseo a nadie, aunque, por otra parte, a algunos les convendría vivirla, no tanto por provocar un sufrimiento gratuito, cuanto por desarrollar en ellos la responsabilidad y la prudencia, a veces tan ausentes como los fallecidos por la infección. Seguro que si los políticos o, mejor todavía, las autoridades, así fuera por un breve instante, experimentaran la sensación del “grito de los muertos” a su alrededor todo cambiaría, especialmente en la atención y la gestión de los servicios básicos de la sociedad. En la higiene y en la sanidad tanto como en la Educación. Precisamente, a finales de julio, han llegado las instrucciones para la apertura del próximo curso escolar. No hablo de una comunidad en concreto, porque, por esas cosas que nadie atina a explicar, la mayor parte de los territorios han establecido unas normas en parecida fecha, lo cual salta a la vista, pero también de contenidos semejantes. Y, por desgracia, ninguna de estas indicaciones –se salva apenas una autonomía, la valenciana– ha tenido en cuenta lo descrito por la autora italiana. En su redacción, se echan en falta muchas cosas, demasiadas para ser sincero, si bien hay una, la primera sin duda, que debería haber recibido otra consideración. Me refiero a que, en el conjunto de los textos dispositivos, la responsabilidad gubernativa brilla por su ausencia.

Siendo más explícito, la responsabilidad se deja en manos de los docentes, que atienden en la medida de sus fuerzas y conocimientos las obligaciones derivadas de aquélla. Sin embargo, las autoridades, porque de ellas hablamos, tanto la ministerial como las regionales, han delegado sus funciones en quienes son simples servidores públicos, ajenos a los indicadores que manejan los expertos médicos. De este modo, el arranque del curso 2020-21 estará presidido por la inseguridad. Una inseguridad jurídica que, sumada a la sanitaria, hace planear sobre la comunidad educativa un negro futuro.

"Las autoridades, tanto la ministerial como las regionales, han delegado sus funciones en quienes son simples servidores públicos, ajenos a los indicadores que manejan los expertos médicos"

Existe un dato relevante, de difícil omisión, que en estos momentos delata la particular situación de la Educación en España. Padres y profesores, tanto como directivas escolares y hasta asociaciones estudiantiles, han unido fuerzas en una campaña inédita en pos de la seguridad en la vuelta a las aulas. Sus demandas deberían ser las demandas de todos sin importar la ideología o la extracción social, ya que, en el fondo, está la preserva de la vida de los menores. No se trata de una solicitud gremial y oportunista, inaceptable en un contexto de incertidumbre como el actual, sino de una de petición amparada por la razón y la prudencia. Se están exigiendo de las direcciones de los centros y de los propios docentes cosas que van mucho más allá de sus responsabilidades pedagógicas. Es evidente que un maestro no es un especialista en salud que sepa valorar si los alumnos que atiende están seguros frente a la Covid-19; y menos aún que, bajo ese mismo criterio, tome decisiones que afecten a los derechos fundamentales de los chicos, como, por ejemplo, impedir su acceso al recinto escolar por una sospecha de contagio. Inexplicablemente, ambos extremos figuran en los textos gubernativos dispuestos para el inicio del próximo curso. A estas alturas, ya se sabe que algunas directivas de Primaria y Secundaria -y su número va en aumento- han optado por dimitir ante la indefensión palmaria a las que se les expone en virtud de la nueva normativa. Ni siquiera se ha respetado la demanda unitaria de los agentes sociales implicados en la enseñanza: la reducción de la ratio de alumnos.

En definitiva, las autoridades educativas han hecho válida la afirmación de Santiago Rusiñol, aquella en la que sentenciaba que “la valentía es acostumbrarse a un peligro” –incluida en Máximas y malos pensamientos (1927)–, pero con un matiz: los valientes serán otros, los que estarán a pie de aula. Mal anda un país cuando sus gobernantes hacen descansar sus decisiones sobre las espaldas de unos subordinados sorprendidos por unas insospechadas atribuciones. Para finalizar, vuelvo a las palabras de Tamaro, en las que habla expresamente de destino y fatalidad: “Algo quedaba para siempre alterado en la atmósfera: el aire queda corroído, ya no es compacto, y esa corrosión, en vez de liberar sentimientos benévolos a manera de contrapeso, favorece la realización de nuevos excesos”.

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