Enseñar a observar, a esperar y a que el tiempo nunca se pierde
“Niños que desesperan si no obtienen una respuesta inmediata, que no se responsabilizan de sus reacciones y acciones, que no entienden la espera ni la renuncia pues prima la inmediatez”. © MOBILISE248
Cuando oigo hablar a los políticos, a los responsables de Educación e incluso a los directores de los colegios, no consigo entender nada: éxito escolar, alumnado, gestión eficaz, emprendimiento, currículos diferenciados, rúbricas, parrillas de control, máximo desarrollo de las capacidades profesionales y tecnológicas… ¿Hablan de escuelas? Más bien parece que se refirieren a empresas o centros de alto rendimiento. Envueltos en este lenguaje, que va contaminando a estudiantes, profesores, padres…, confundimos y perdemos de vista el destinatario real y final de toda acción educativa.
Las diferentes reformas educativas responden a ideas de lo que, según el momento, se entiende por Educación y creemos que necesitan nuestros hijos para algún fin determinado. Pero ¿quién define lo que necesitan?
Nos venden una brillante apariencia de “necesidad de un desarrollo permanente de las capacidades de los niños para un futuro mejor”. Pero ¿para qué futuro? El brillo intenso puede cegarnos y desorientarnos. Y de tiempo es sabido que no es oro todo lo que reluce.
Los niños estudian contenidos insufribles para su edad, en cantidades ingentes (principalmente en ESO) que tragan casi sin rechistar
"Es curioso ver cómo lo que mueve el funcionamiento de la Educación son, cada vez más, referentes de tipo económico y político. Esto no es nuevo, pero ahora resulta desproporcionado. Las indicaciones de instituciones económicas (OCDE, bancos…) están presentes como contenidos y criterios pedagógicos. Sinceramente, creo que no es su lugar.
La escuela no es un mercado. La escuela no es la universidad. Los niños no son adolescentes, ni los adolescentes son adultos.
Un tufillo muy reconocible se siente detrás de los argumentos que venden todo lo que el niño necesita para un adecuado desarrollo, un brillante éxito futuro y todas las bondades que ofrecen las maxiestimulaciones, las tecnologías, el hiperconocimiento… Todo esto huele a algo que nos inoculan en toda clase de formatos y hemos dejado de detectar por saturación de los sentidos. Este rutilante desarrollo del niño huele a miedo.
Miedo a que no tengan un trabajo suficientemente bueno en un futuro, a que no sean competitivos, a que mi comunidad autónoma quede muy baja en los resultados PISA, a que piensen que no somos muy modernos y que somos poco emprendedores, a que mi centro no quede bien ante el inspector, a que pierda votos y apoyo popular…
Para que estos miedos no se vean hacemos muchas cosas: los niños estudian contenidos insufribles para su edad, en cantidades ingentes (principalmente en ESO) que tragan (en distintos formatos) casi sin rechistar, nos enfadamos si no llegan a las expectativas que nos hemos creado de ellos, se falsean pruebas y resultados, inventan infinitos planes educativos que los niños tienen que sufrir y experimentar… Solo importan los resultados.
Niños casi mutantes que ya no saben comunicarse si no es con un aparato en las manos, llenos de estrés e insatisfacción que pulen con filtros de ‘photoshop’
"Mientras esto sucede, preocupados por el qué dirán o por el futuro, nadie acompaña a los niños, que es la base de la Educación. Niños casi mutantes que ya no saben comunicarse si no es con un aparato en las manos, llenos de estrés e insatisfacción que pulen con filtros de photoshop, acunados en la creencia de una identidad basada en la necesidad de tener y de superarse continuamente, con el consiguiente efecto de creer que nunca tienes suficiente ni eres suficiente y, por tanto, nada es importante, solo lo siguiente por conseguir.
Niños que desesperan si no obtienen una respuesta inmediata, que no se responsabilizan de sus reacciones y acciones, que no entienden la espera ni la renuncia pues prima la inmediatez, el poder o voluntad individual frente a los otros, el valor de lo meramente aparente, el escaparate y los seguidores, el “tú puedes; ¡ya!”, el “más y mejor”…: voracidad, rapidez, consecución de objetivos, consumismo, insustancialidad… Y nos decimos, o nos dicen, que esto es así, que es normal, que así es la sociedad.
Al miedo al futuro, a la falta de humanidad y a un empleo precario le llaman “hacer alumnos competentes para desarrollar una ciudadanía activa y construir una mejor sociedad del futuro”. Pero el futuro inexistente se construye en el presente, en el nuestro, no en el de los niños.
¿Por qué pedimos a los niños algo que nosotros mismos no somos capaces de vivir en nuestras vidas? Se educa con el ejemplo.
"La pregunta surge de inmediato: ¿Somos los adultos ejemplo de este ciudadano modelo? ¿Somos los adultos respetuosos, escuchadores, generosos, pacientes, honestos y responsables de nuestras acciones, emociones y reacciones? El niño será fiel reflejo de lo que se le enseña (padres, maestros, políticas…).
¿Por qué pedimos a los niños algo que nosotros mismos no somos capaces de vivir en nuestras vidas? Se educa con el ejemplo. Mil palabras o leyes de nada sirven si no hay una experiencia vivida.
Pero el cambio comienza por uno mismo; enseñémoslo, cada uno en su lugar. No nos distraigamos juzgando lo que otros no hacen o cambian, ironizando o insultando.
Todos enseñamos, no se trata de una profesión en concreto; enseñar es inevitable. Diariamente, todos nos encontramos con “nuestras aulas” (alumnos, compañeros, hijos, familiares, desconocidos, amigos…). Nosotros decidimos qué enseñamos y a la vista está. Hay algo más que el “hacer y conseguir”, “ganar y triunfar”, “reformar y cambiar”.
Mirar a quién tenemos en frente, enseñar a no luchar, a observar, a dignificar lo que somos y no a envidiar lo que podríamos ser, a respetar los ritmos propios y ajenos, a que el tiempo nunca se pierde, a sentir y no a creer, a ser firmes sin hostilidad, a respetar al otro incluso si no lo entiendo, es la otra parte de la Educación que debe regresar a la escuela y a la vida diaria para equilibrarla, para sentir el sosiego y plenitud que hemos olvidado, cegados por brillos y apariencias de lo que “la sociedad” dice.
Alicia M. Maroto, editora educativa
¡Qué bueno! Este artículo nos hace pensar. ¿Nos estamos dejando arrastrar por la corriente?