El maestro ignorante
Hay una máxima educativa que a juzgar por la avalancha de teorías, opiniones y material didáctico no alcanza la estimación suficiente: no estorbar. «Si un padre no estorba el desarrollo normal de su hijo –escribe Javier Gomá–, ya contribuye positivamente a su educación». (A mis hijos, El País Semanal, 5-3-17). Según tal aserto, menos es más. Pero no resulta fácil desaprender cuando todo apunta a la acumulación barroca de las apariencias. La austeridad, por contra, y la distancia abren un espacio y un tiempo proclive a la experimentación personal y el crecimiento. En este sentido, si de lo que se trata es de aprender a aprender por uno mismo, es indiferente que el currículum sea enciclopedista o académico. Cierto que la integración de contenidos en estructuras de relación (ámbitos) encuentra reparos en quienes quizá acusen cierto miedo comprensible a la libertad. Suele aducirse que no dominar una disciplina se traduce en inseguridad y falta de compromiso, razones por las cuales la enseñanza sufriría menoscabo y detrimento.
Para el filósofo Jacques Rancière el error prevalente es el deseo de superioridad al que todos sucumbimos. La alienación y el embrutecimiento es temor a la libertad. Enseñar lo ignorado nos haría, sin embargo, descubrir poderes intelectuales insospechados. Para este autor, la ineficacia emancipadora de los variados métodos y teorías pedagógicas progresistas es partir del prejuicio de la desigualdad. «El maestro es quien mantiene a quien busca en su camino, en donde él es el único que busca y no deja de buscar». (El maestro ignorante, J. Rancière).
El fracaso sería la consecuencia de una instrucción desnivelada, la que en lugar de liberar las potencias del alumno las socava en aras de un perpetuo afán de ineficaz infantilismo. ¿Cómo? Haciéndonos concebir mutuamente como desiguales, recreando minorías de edad insuperables, inculcando en definitiva la incapacidad para emprender todo aquello que uno se proponga. Por contra, el virtuoso maestro ignorante –según Rancière– es aquel que por su misma condición muestra sus debilidades, sus carencias, aquel que se baja de la tarima y, a diferencia del rey desnudo, no induce al simulacro ni a la la farsa ficticia de la superioridad.
El fracaso sería la consecuencia de una instrucción desnivelada, la que en lugar de liberar las potencias del alumno las socava en aras de un perpetuo afán de ineficaz infantilismo
Mostrar la tramoya y el envés del tapiz, las imperfecciones y los rodeos, los ensayos permanentes, es transformar las ruedas de molino en gigantes de inmensas posibilidades: «Dar no la llave del saber –escribe Rancière–, sino la conciencia de lo que una inteligencia es capaz». Tanteamos así en el libro abierto que nos reta, avanzamos a través de hipótesis, emborronando, rectificando, traduciendo y comprobando la construcción voluntariosa de significados, ese infatigable trabajo cuya finalidad es fijar los hábitos necesarios para seguir aprendiendo fehacientemente y sin ayuda: «En pocas palabras –lo sentimos por los genios– el modo más frecuente de ejercicio de la inteligencia es la repetición». De ahí que nos aceche de continuo la falta de carácter y la abulia, la corrosiva distracción y el abandono. El desánimo y el tropiezo son ineludibles compañeros de viaje pero el peligro es divagar olvidándose de lo que uno es.
«Yo sé quién soy –exclama don Quijote– y sé que puedo ser no sólo lo que he dicho sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías».
Pues eso.