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Eslóganes

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Los más reputados estudios macroeconómicos y estadísticos muestran con cifras lo que cualquier observador de la realidad evidencia sin dificultad, esto es, la polarización del mercado laboral. En uno de los extremos vemos una minoría cualificada encargada de desempeñar tareas directivas y liderar las dinámicas sociales; y en el otro se sitúa una gran y variable mayoría de trabajadores sin cualificar que se ocupa de llevar a cabo las actividades que de momento una máquina no puede realizar. Encaja aquí mal –por cierto– el discurso oficial sobre la pretendida sociedad del conocimiento.

Durante la Transición, la emergencia de un modelo político asimilado a Europa propició un sistema educativo de raíz socialdemócrata que garantizó la extensión del derecho a la Educación y a la cultura. Se construyeron escuelas e institutos y concertaron otros, asistimos al boom universitario, a la inauguraron de casas de la cultura, editoriales, centros cívicos, bibliotecas, teatros  etc… El sistema educativo, en manos del Estado, puso las bases y contribuyó ejemplarmente a la construcción de una ciudadanía democrática. El camino se hizo al andar y el resultado fue tan digno y exitoso que nos convertimos en hito internacional. Pero lo cierto es que hoy esa pantalla ha sido ampliamente superada. La descentralización en todos los contextos marca la agenda global y los estados pierden competencias en favor del ámbito privado y la iniciativa individual.

Durante la Transición, la emergencia de un modelo político asimilado a Europa propició un sistema educativo de raíz socialdemócrata que garantizó la extensión del derecho a la Educación y a la cultura

La cantidad dio paso enseguida a la demanda de calidad de la enseñanza, un mantra –“calidad de la Educación”– utilizado como eslogan en varias leyes y cuya articulación quedó sustanciada en lo que se conoce por innovación educativa. La mejora vendría de la mano ineludible de todo aquello que ostentase novedad aunque sólo se tratara de viejos vinos en odres nuevos. En todo caso, el gran tsunami de la innovación se puso en marcha. Hubo aceptación unánime sin apenas debate profesional. La idea se fue instalando desde extramuros de las escuelas, externalizado y ajeno a lo que ocurría dentro, a lo que maestros y profesores pudieran aportar desde su saber y experiencia. Para ello se dejó de invertir en Educación pública y el sistema se fue debilitando poco a poco al igual que las condiciones en las que los docentes ejercían su trabajo: la autoridad y la valía profesional sufrió menoscabo y dejó de ser referente. Desde entonces la aportación social de la escuela queda delimitada por el sistema económico y la demanda profesional de las empresas. Recordemos el eslogan utilizado en 1992 por Bill Clinton: “es la economía, estúpido”.

Desde los movimientos de renovación pedagógica –todo hay que decirlo– la música de las competencias sonaba bien, no en vano uno de sus signos de identidad fundamentales, el constructivismo, tuvo siempre como referencia prioritaria conectar los contenidos escolares con la vida cotidiana de los alumnos. Sin embargo, esta semejanza no deja de ser tangencial. En una práctica pedagógica constructivista el trabajo del alumno en la resolución de problemas está siempre al servicio de la adquisición de conocimientos. Sucede justo al contrario en el enfoque competencial, donde el conocimiento se encuentra reducido a rango de instrumento y ejercicio pragmático.

Todo remite a simples tópicos repetidos sin base científica sostenible pero que calan en las mentes y condicionan las creencias: “la repetición –afirma Albert Corominas– convierte tales eslóganes en elementos permanentes del paisaje mental, cuya veracidad, al resultar tan familiares, ya no se cuestiona” (El menosprecio del conocimiento).

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