La escuela: ¿inteligencia o pantallas?
Según recientes estudios, las nuevas generaciones tienen de promedio un coeficiente intelectual menor que el de sus padres. Este hecho, tan revelador como alarmante, rompe la línea tradicional de avance de la humanidad. Hasta este momento, la inteligencia seguía una gráfica ascendente, sólo interrumpida por los períodos de cruel escasez o por los conflictos bélicos de carácter mundial. Es evidente que algo sucede, porque ahora no hay una situación que pueda definirse como una hambruna planetaria y, menos aún, como una guerra de iguales dimensiones. La cuestión se vuelve problemática, habida cuenta que los factores que la deberían desencadenar son por completo inexistentes. Se impone por necesidad un planteamiento diferente, una visión alternativa con la que afrontar la realidad. Para el caso, ya empiezan a conocerse publicaciones que apuntan a un mal endémico del mundo de hoy, especialmente, entre aquellos que están supliendo el rigor y la exigencia por las pantallas. Móviles y ordenadores, nacidos como herramientas para ayudar al ser humano en las tareas cotidianas, no sólo están cumpliendo estas funciones, sino aun otras que, en principio, eran impensables, y que ahora se ven como indeseables.
La tecnología está suplantando a la inteligencia, invirtiendo el orden natural de la jerarquía en las grandes empresas, en las relaciones laborales y en la escuela
La tecnología está suplantando a la inteligencia, invirtiendo el orden natural de la jerarquía. Es visible en las grandes empresas, en las relaciones laborales y en la propia escuela. El futuro se presenta muy negro si, como especie, no somos capaces de contener el progreso de la tecnología más allá de un punto crítico. Ni las obras de ciencia ficción darán cuenta de la regresión intelectual que se avecina. Sin embargo, un autor del siglo XIX, un filósofo para más señas, ya avisaba del problema de la dependencia externa a nosotros mismos como una de las condenas de la humanidad. En las Lecciones de la filosofía de la historia, Hegel advertía que “si yo soy dependiente me relaciono con otra cosa que no soy yo; yo no puedo existir sin una cosa exterior”. En estos momentos, se puede comprobar con una facilidad pasmosa el impacto de la tecnología sobre nosotros y la libertad individual. Madres que pasean a sus bebés pegados a una tablet en el cochecito, alumnos de Primaria que no saben lo que es escribir a mano, estudiantes de Secundaria que no han olido en su corta vida las páginas de un libro y futuros bachilleres que identifican el conocimiento con lo que se proyecta en un monitor. Mientras tanto, el aparato de la inteligencia, el cerebro, dormita ante la pujanza de las pantallas.
Este no es un discurso contra la tecnología ni tampoco un alegato luddista. Al contrario, es un grito desesperado por recuperar lo que es nuestro, lo que nos hace humanos, la inteligencia. Cultivarla, defender el intelecto, no es depender de la máquina, ni adorarla como el becerro de oro, sino saber lo que nos hace diferentes frente a las demás especies. Lo mejor, según recuerda Hegel, es “estar con uno mismo” si se pretende alcanzar la libertad. Ojalá este precepto fuera el principal objetivo de la escuela y la educación, pero me temo que no es así. Los centros escolares se están convirtiendo en centros de dependencia de la tecnología, marginando la inteligencia por la adicción a las pantallas. Todavía me sobrecojo al contemplar a chicos contar con los dedos y escribir, siquiera unas palabras, con la mejor herramienta que nos ha dado la naturaleza, nuestras propias manos. Perder de vista la esencia de una civilización, su inteligencia, por el culto a la máquina pronto nos llevará a la pérdida de lo más bonito de la existencia, la libertad.