A vueltas con la memoria nuevamente
En realidad han sido muy concretas las ocasiones históricas en que el conocido cuento de Andersen El traje nuevo del emperador –¡El rey va desnudo!– ha tomado cuerpo en la realidad para transformarla. Más habitual ha sido sentirse seducido por las músicas de los flautistas de Hamelín correspondientes. En tiempos transitorios uno busca el amparo se-guro de la tribu antes que vivir a las afueras del pensamiento único o políticamente correcto. La autocensura, sin embargo, dinamita cualquier posibilidad de verdadera educación. El cuestionamiento y la crítica, la observancia de posiciones divergentes o contrarias a las hegemónicas, o el simple conocimiento de hechos que puedan contrastar o zarandear nuestros posicionamientos previos, no siempre encuentra acomodo suficiente en una escuela que favorece las simplificaciones intelectualmente rudimentarias.
Si como bien observa Javier Gomá, el terco moralismo suele ser síntoma de vaciedad de ideas además de una forma disimulada de ética vulgar, en el polo opuesto la llamada doctrina de la imparcialidad ahonda en la misma vacuidad expandiendo su dominio con el peligro de aquilatar el conformismo ciudadano. Decía González Ruano que «el hombre que ve ambos lados de una cuestión no ve seguramente nada» (Diario íntimo).
Otra singularidad al respecto es el emplazamiento continuo hacia el futuro que cancela la memoria tras el velo de la innovación y la disonancia cognitiva. Los futuros empleos –dicen– no se han inventado aún y el enfoque pragmático de la educación requiere un currículum escolar difuminado en forma de competencias esenciales o «renta cultural mínima».
Sin memoria nos veríamos abocados a empezar de nuevo bajo una especie de égida sufragista del derecho al embrutecimiento
Sin excepción todas las infancias pretéritas remiten a un mundo antiguo en buena parte periclitado. Es la constante y a veces olvidada tradición de la ruptura. Si la posmodernidad ha supuesto un metafórico desgaste corporal cuya representación memorística adoptará sin duda características inéditas, la aceleración en el cambio de los ritmos y los ritos sociales propicia también la pérdida del placer inherente a la cadencia, al compás y la repetición. «Así nos rendirá más la vida», afirmaba José Arcadio Buendía en Cien años de soledad ante la perspectiva abierta por la propagación del insomnio sin saber que empezarían “a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aún la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una época de idiotez sin pasado».
En efecto, sin memoria nos veríamos abocados a empezar de nuevo bajo una especie de égida sufragista del derecho al embrutecimiento. La memoria ordena la entropía a la que propende la naturaleza, la necesaria ficción de los contornos como amarres a nuestra tendente dispersión. Aciertan por eso quienes pautan y corrigen para que los alumnos no caigan en los márgenes ni se extralimiten ni cejen en sus esfuerzos por subvertir los designios del azar y el atolladero de la percepción subjetiva.
Quien nombra crea el mundo con términos que franquean su acceso. El niño que aprende a leer y a escribir toma conciencia inaugural de cuanto le rodea. Las palabras que interioriza delimitan su realidad y la configuran. Cuando éstas se distancian de las cosas se diluyen las causas, se desdibujan los relatos favorecedores y deviene la indeterminación de lo deseable. Lo que en principio parecía laureado por la virtud de la flexibilidad recae en la delicuescencia, el temor a una educación narcisista donde sólo el eco sería capaz de habilitar una respuesta.
Se agradece el cuidado vocabulario de este y de otros de sus artículos. Tanto es así que algunos hemos vuelto a la «relectura» comprensiva y al uso del diccionario. Adelante y no ceje en su empeño de mantener un uso culto del lenguaje.
Gracias, Jesús. Muy amable. Agradezco tus generosas palabras y la lectura de mis textos. Un abrazo.