La Educación en la encrucijada: ¿Eres profesor innovador o eres 'profesaurio'?
Esta primavera coincidían en las librerías Humanizar la educación (Plaza Janés), de César Bona, y El fin de la educación (Akal). Es difícil encontrar dos obras más en las antípodas, reflejo de «las dos escuelas» y de una polarización latente en la enseñanza, donde los apocalípticos y los integrados conviven en un mismo claustro desde hace décadas.
La primera piedra en este conflicto quizá haya que atribuírsela a Ricardo Moreno, autor de Panfleto antipedagógico (Leqtor, 2006). Siguieron otras obras como Educación: guía para perplejos, de Inger Enkvist (Cegal, 2014); Contra la nueva educación, de Alberto Royo (Plataforma Editorial, 2016) o Escuela o barbarie (Akal, 2017), de Carlos Fernández Liria, Olga García y Enrique Galindo, demostrando que no era una cuestión de izquierdas o derechas, como podría interpretarse por la apropiación cultural que estas últimas han practicado con la «cultura del esfuerzo». El ataque a la nueva Educación, precisamente otro de los títulos de César Bona, llegaba desde todos los flancos.
Quizá, como plantea en El diario de la educación Andreu Navarra, autor de Devaluación continua (Tusquets, 2019) y con nueva obra recién publicada –Prohibido aprender, Anagrama– al enfrentar a los partidarios de una presunta escuela tradicional y los defensores del modelo innovador se esté intentando ver una guerra civil donde no la hay.
Puede que hoy la refriega nos llegue amplificada por las redes sociales, en las que habitualmente unos tildan a otros de profesaurios, o se reivindican orgullosos como tales, y los otros califican a los unos de guruses (normalmente a los segundos les ha ido lo suficientemente bien como para abandonar las aulas; los primeros suelen seguir al pie del cañón).
Sea como fuere, varios profesores que podrían encasillarse como profesaurios reconocen que cada vez son más las voces que se alzan contra la escuela actual, que no están solos. Lo apunta Carlos Gallego, profesor de Lengua Castellana y Literatura en la ESO y Bachillerato en un instituto de Valencia. Para él, en esencia, la nueva escuela se trata de una institución que «está cambiando el cultivo del saber por el culto al ser». Profesor asociado en la Universitat Politècnica de Valéncia, confiesa: «En el instituto (en menor grado en la universidad) no resulta fácil protestar contra el discurso operante, pero no pocas veces he comprobado con agrado que algunos compañeros abandonan sus prevenciones oficialistas en cuanto uno se declara abiertamente profesaurio«.
Para Gallego, «es una evidencia que enseñamos cada vez menos. No digo que enseñamos cosas distintas: digo menos», y el responsable es, en gran parte, el enfoque competencial: «En la medida en que el «saber hacer» desplaza al «conocer», se produce la terrible paradoja por la que el alumno no alcanza una mínima solvencia ni en lo uno ni en lo otro. No se puede enseñar una competencia en el vacío».
El enfoque competencial es, junto con la tendencia a situar al alumno en el centro, una de las bestias negras de los profesaurios. O profesaurias, como Olga García, que se siente cómoda con la etiqueta a la hora de defender «la impartición de conocimientos frente a una enseñanza por competencias y basada en pseudoterapias como la inteligencia emocional». Respecto al paidocentrismo, considera que «ha sido el principio del fin de la transmisión de la cultura». Para esta profesora de Filosofía en un instituto de Toledo, «Las teorías paidocéntricas, que consideran en tiempo presente los deseos, intereses y la volición inmediata de las personas que están, por su propia edad, construyéndose como tales suponen perder de vista que deben ser seres humanos completos, formados, ciudadanos críticos y por tanto renuncia a formarles para ello ofreciéndoles conocimiento, lo que es una completa aberración, además de una falta de respeto a los estudiantes».
Alberto Royo no se considera un profesaurio, sino alguien que trata de hacer su trabajo lo mejor posible. Pero, como Olga y Carlos, quizá haya asentido leyendo El fin de la educación de Xavier Massó (Akal). Para Royo, la distinción debería establecerse entre «defensores del conocimiento y buscadores de excusas para no defenderlo (denostar el saber es la coartada perfecta para no tener que demostrar que sabes)». Como sus compañeros, cree que «cada vez más se manifiesta una oposición comprometida y racional, quizá poco articulada, pero bien fundamentada, al pensamiento hegemónico en Educación».
¿Quiénes son los 'profesaurios' y dónde se encuentran?
Los profesores Olga García, Carlos Gallego y Alberto Royo se han prestado a responder nuestro “cuestionario profesaurio”. Royo matiza que no se considera profesaurio. Otros docentes contactados han preferido no responder, aunque no oculten que efectivamente están percibiendo cómo crece la reacción de los docentes frente a las imposiciones de la innovación educativa.
- ¿Se considera un profesaurio?
- ¿Qué rasgos cree que definen a un profesaurio?
- ¿Conoce a otros como usted? ¿Más en su centro o en redes sociales? ¿Más hombres o mujeres? ¿Cree que cada vez hay más, y ya no se ocultan?
- ¿Cree que esta dicotomía entre docentes siempre ha existido? ¿La ve cada vez más marcada?
- ¿Cuál sería el primer punto del manifiesto profesaurio?
- ¿Qué opina del enfoque por competencias?
- ¿Y del alumno en el centro?
- Hay quienes, como el sociólogo César Rendueles, sostienen que el antipedagogismo es un nuevo nicho reaccionario, ¿qué les contesta?
- Si por ser un profesaurio se entiende el ejercicio de la profesión basado en la impartición de conocimientos frente a una enseñanza por competencias y basada en pseudoterapias como la inteligencia emocional, sí. Si se trata de calificar con este adjetivo a profesores que no han seguido cultivando su propia materia y otros ámbitos del saber, no. Si es por el uso indiscriminado de las llamadas nuevas tecnologías, sí. Lo cierto es que, lejos de interpretar el término de forma peyorativa como está de moda, me encuentro cómoda con él.
- La defensa de la enseñanza de contenidos; el manejo perfecto, autocrítico y trabajado de la didáctica de la materia de la que se es especialista; la protección del alumnado desde la perspectiva del conocimiento, esto es, aportándole lo mejor que se le puede dar, lo que sabemos.
- Sí, y cada hay más profesores que se posicionan de forma crítica en la defensa del conocimiento. En la misma proporción, aproximadamente. En la misma proporción. Sí. A pesar de la falta de recursos, de la burocratización de la enseñanza; a pesar de la persecución mediática e institucional que en muchas ocasiones sufre la profesión, se está tomando conciencia de que es necesario defender las conquistas de la escuela pública y esas conquistas tienen que ver con el acceso al conocimiento en condiciones de igualdad. Se ve claramente cómo se ha truncado ese acceso al conocimiento transformándolo en mera Educación asistencial, en pura escolarización.
- Siempre ha existido. Depende de determinados posicionamientos pedagógicos, bien a favor del conocimiento, bien a favor de un tratamiento emocional-afectivo de la Educación. Cada vez más, sí. Cuando las condiciones de la enseñanza y del aprendizaje se precarizan, es lógico que las posturas se enfrenten. Lo que debería producirse, en consecuencia, es un debate serio sobre Educación. En este debate, parece obvio decir que los profesores deberían ser preguntados, pero lo cierto es que se suele preguntar a los autodenominados “expertos en educación”, a los egresados de las Facultades de Pedagogía y Psicología y a los llamados “agentes sociales”, entre ellos, por ejemplo, la patronal, que, en fin, tienen como único interés convertir la escuela en su cantera de mano de obra “competencial” barata.
- El saber no tiene caducidad.
- Educar en el “saber hacer”, en la aplicacabilidad inmediata de destrezas mínimas adquiridas de forma precaria, frente a la enseñanza de contenidos y la defensa de la dignidad del saber en sí mismo, es la piedra angular de la destrucción de la escuela. Me parece, en el ejercicio de la enseñanza, una falta de respeto por el saber y, en consecuencia, por aquel que recibe ese saber. Pretender preparar al alumnado a base de precariedad es un timo, es inmoral. Si esto es ponerle en el centro… Si eso es ofrecerle lo mejor… La supuesta polivalencia y adaptabilidad de que se pretende dotar al alumnado con la enseñanza de destrezas se está demostrando un fracaso. Sin el poso cultural que sólo puede aportar la transmisión de conocimiento, difícilmente tiene de dónde sacar la versatilidad crítica que preconiza la Educación por competencias para adaptarse a un mercado de trabajo cambiante. Si, además, lo que tenemos que hacer por encima de enseñar es “acompañar emocionalmente”, lo único que vamos a tener son personas deficientemente preparadas para ser adultos en cualesquiera de los sentidos dignos en que se puede interpretar “abandonar la minoría de edad”, como defendía Kant, no digamos ciudadanos.
- “Tener en cuenta educativamente los intereses del alumnado” como defienden las diferentes leyes educativas, fundamentalmente desde la Logse, ha sido el principio del fin de la transmisión de la cultura. Las teorías paidocéntricas se basan en considerar en tiempo presente los deseos, los intereses, la pura volición inmediata de personas que están, por su propia edad, construyéndose como tales. Perder de vista que deben ser seres humanos completos, formados, ciudadanos críticos y formarles para ello ofreciéndoles conocimiento es una completa aberración, además de una falta de respeto por los propios estudiantes.
- Ser conservador en relación a la escuela, esto es, defender la enseñanza de contenidos, defender la transmisión de conocimientos, difícilmente puede ser interpretado como un posicionamiento reaccionario, a no ser que por reaccionario entendamos oponerse radicalmente a la devaluación del saber. Quizá debería establecerse una diferencia clara entre lo que significa oponerse a determinadas corrientes pedagógicas, como el constructivismo y sus configuraciones posmodernas más cargadas de paidocentrismo, y manejar el arte de la didáctica, arte que sólo puede dominar el especialista en la materia.
Olga García es profesora de enseñanza secundaria de Filosofía en el IES Julio Verne de Bargas (Toledo).
En mi opinión, un profesaurio es un profesor que se siente intelectual y laboralmente ligado a una idea determinada de escuela. La atribución no me molesta en absoluto; muy al contrario, me parece ingeniosa y morfológicamente acertada, puesto que el compuesto “saurio” hace metafórica referencia a lo antiguo (para el caso que nos ocupa, a la “tradición”). Me siento deudor de la idea de escuela ilustrada, de la escuela emancipadora del hombre a través del conocimiento. Voy a enumerar algunas características que considero valiosas en cualquier docente. No son exclusivas del llamado “profesaurio”, pero sí son excluyentes, es decir, uno no puede considerarse como tal sin cultivarlas en mayor o menor medida. En primer lugar, el profesor debe dominar la materia que imparte, debe ser un experto. Además, tiene que fomentar valores de esfuerzo y de exigencia. Creo en la función de la escuela como ascensor social que permite nivelar las diferencias socioculturales, diferencias que el alumno no ha elegido. Lo que sí puede elegir, en circunstancias mínimamente propicias para ello (son las que contemplan a la mayoría), es ser dueño de su esfuerzo y de su implicación como estudiante para limar esas diferencias heredadas. En este sentido, el alumno es el beneficiario del sistema educativo, pero no es el centro del sistema. La escuela no debe acomodarse a él sino ofrecerle la oportunidad de ser “más allá de él”. Debe ser un lugar en el que el alumno se enfrente sus contradicciones y supere sus comodidades intelectuales a través de la figura interrogante del profesor.
Creo que cada vez son más las voces se alzan contra la escuela actual. En esencia, se trata de una institución que está cambiando el cultivo del saber por el culto al ser. El relativismo de lo emocional se abre paso inexorablemente en colegios e institutos. Al amparo de los marcos legales, la exigencia desaparece, el esfuerzo merma y el conocimiento se agosta. En redes sociales como Twitter me relaciono con profesores que comparten mi parecer y también con otros que no lo comparten tanto. Reconozco en todos a profesionales entregados a sus alumnos. No quisiera que mi postura se entendiera como un menosprecio hacia el trabajo de nadie. Sin embargo, aunque creo que compartimos anhelos y objetivos, diferimos en la manera de llegar a ellos. No incluyo entre mis compañeros a aquellos que se mueven por intereses puramente económicos o comerciales. Estos últimos no solo están, a mi parecer, equivocados: son dañinos. En el instituto (en menor grado en la universidad), no resulta fácil protestar contra el discurso imperante, pero no pocas veces he comprobado con agrado que algunos compañeros abandonan sus prevenciones oficialistas en cuanto uno se declara abiertamente profesaurio.
Es una evidencia que enseñamos cada vez menos. No digo que enseñamos cosas distintas: digo menos. El enfoque competencial es, en gran parte, responsable de todo ello. Las competencias son una consecuencia de los contenidos asimilados, y no su causa. En la medida en que el “saber hacer” desplaza al “conocer”, se produce una terrible paradoja por la que el alumno no alcanza una mínima solvencia ni en lo uno ni en lo otro. No se puede enseñar una competencia en el vacío. Por otra parte, el sistema competencial responde a una concepción de mínimos sobre las aptitudes y potencias intelectuales del alumno. Solo aquellos cuyo entorno familiar les permita suplir las carencias formativas del enfoque por competencias alcanzarán una formación sólida. Se trata, como se ve, de una subversión interesada de la primera y principal función de la escuela: el medro social y personal a través del desarrollo intelectual.
No descubro nada si digo que vivimos en una sociedad polarizada. El ámbito educativo no podía ser menos. Sin embargo, como he dicho más arriba, reconozco en todos mis compañeros, crean en el tipo de escuela en el que crean, la preocupación por sus alumnos. La institución educativa está desbordada porque se le han encomendado tareas que exceden sus atribuciones. Lógicamente, como no puede desempeñarlas con efectividad, el profesor puede llegar a pensar que el problema es él, que solo si él cambia el modelo cambiarán los resultados. A mi juicio, se trata de un razonamiento equivocado.
Finalmente, en cuanto al carácter reaccionario del antipedagogismo, diría que se trata de un juicio desafortunado. La didáctica es necesaria, obviamente, pero hemos llegado a un estado de idolatría pedagógica. Cualquier estupidez con pátina pedagógica tiene cabida en la escuela con independencia de que la evidencia la avale o no. A menudo pienso que hay sociólogos (et alii) que quieren para los hijos de los demás aquello que jamás consentirían para los propios. La enseñanza tiene más de arte que de técnica, en mi opinión. En este sentido, creo que uno de los problemas de la escuela actual es precisamente el haberse lanzado acríticamente a los brazos de una pedagogía fútil y huera, con apariencia científica, pero que se queda en cientificista.
Carlos Gallego Martí es profesor de Secundaria en el IES Dr. Lluís Simarro de Xàtiva (Valencia). Hace 17 años que da clase. Imparte la asignatura de Lengua Castellana y Literatura tanto en la ESO como en Bachillerato. Además, desde hace más de una década es profesor asociado en el Departamento de Lingüística Aplicada de la Universitat Politècnica de València.
- No me considero un profesaurio. Los dinosaurios se extinguieron y creo que quienes deberían extinguirse pronto son aquellos que idolatran lo nuevo por ser nuevo y los que mitifican lo viejo por ser viejo. Las cosas no son buenas o malas, valiosas o despreciables, en función de su antigüedad o contemporaneidad sino según lo que aportan al progreso. Pero hoy en día se acusa de anticuado al que no se rinde a la Santa Innovación y entiende que siempre habrá algo que conservar, pero no todo deberá conservarse. El progreso debería consistir en conocer y dominar la tradición para poder trascenderla y mejorarla.
- Ya he dicho que no me considero un profesor tradicional sino alguien que trata de hacer lo mejor posible su trabajo. Sin embargo, comprendo que es cómodo clasificar, especialmente a quien no acepta ser clasificado.
- Creo que hay buenos y malos profesores, que el método es lo de menos y que deberíamos distinguir más bien entre defensores del conocimiento y buscadores de excusas para no defenderlo. Me explico: denostar el saber es la coartada perfecta para no tener que demostrar que sabes. No creo que haya en esto desigualdad de género (sí en muchas otras situaciones) y creo que cada vez más se manifiesta una oposición comprometida y racional, quizás poco articulada, pero bien fundamentada, al pensamiento hegemónico en Educación.
- Veo la dicotomía entre quienes quieren que el conocimiento sea exclusivo de unos pocos y quienes queremos que cualquiera pueda acceder a él.
- No redactaría ni firmaría un manifiesto así, salvo en conversación distendida con amigos y colegas, y en tono de broma. Sí firmaría una manifiesto por una Educación ilustrada para todos los futuros ciudadanos.
- Es homeopatía educativa. Pretende diluir los contenidos en los procedimientos. Nadie puede ser competente si le faltan contenidos. Por supuesto que reniego, como reniego de la idea de que importa más el «cómo» que el» qué». No hay «cómo» sin «qué». Y el «qué» necesita del «cómo».
- El centro del aprendizaje tiene que ser siempre el conocimiento. El alumno es el beneficiario del servicio público que ha de ser la Educación. Esta perspectiva es nociva porque supone una supeditación a lo que el alumno desea, que no es lo pedagógicamente razonable. Al alumno hay que abrirle puertas y no plegarse a aquello que le interesa desde el principio porque, de esta forma, no progresaría ni se perfeccionaría. En mi opinión, el maestro ha de buscar refinar a sus alumnos y proporcionarles lo que ellos, motu proprio, no buscarían. Eso sí, intentando contagiarles entusiasmo y sed de saber.
- Que el Pedagogismo sí es reaccionario por su antiintelectualismo, porque vulnera el derecho a la promoción social a través del conocimiento y porque destruye el ascensor social que debería ser la Educación pública, rebajando, con la excusa de la inclusividad, el nivel de exigencia para que nadie destaque, y perjudicando en la práctica a quien no podrá encontrar fuera de la escuela lo que esta no le proporcione, lo cual lo convierte en exclusivista y, por consiguiente, clasista. El antipedagogista, sin embargo, rechaza el dogma y exige que cada alumno, independientemente de su situación de partida, social, económica o cultural, pueda desarrollar al máximo sus capacidades y formarse personal e intelectualmente.
Alberto Royo es profesor de Música en Educación Secundaria en el IES Tierra Estella, en Navarra.