La más bella declaración de amor
Este fin de semana pasado he terminado de leer Crimen y castigo, de Dostoyevski, para muchos una de las grandes obras de la literatura universal y una de esas novelas que habría que leer en bucle, terminar de leerla, volver a empezar y así sucesivamente… uno siempre descubre matices nuevos. Me gustan los escritores rusos porque desmembran todas y cada una de las fibras de la psicología humana, exploran hasta el más recóndito rincón, desvelan el trauma más escondido. Sí, yo también creo que a veces se pasan por pretender psicologizar todo comportamiento… pero me gustan.
El capítulo 4 de la quinta parte recoge la que probablemente es la declaración de amor humano más sublime que haya leído nunca. No me refiero a una frase encendida de postal sino a una declaración de amor pleno y comprometido de veinte páginas. Pienso que puede inspirar el trabajo de muchos educadores en busca de un sentido a ese su trabajo diario tantas veces rutinario, burocrático, técnico. Porque se trata de la declaración de amor para quien está viviendo horas amargas preso de un sufrimiento psicológico, físico y espiritual.
Hace unos días me pasaban datos escalofriantes del incremento de trastornos psíquicos en la población en general pero con mayor prevalencia entre niños, jóvenes y adolescentes. Con seguridad de entre esas docenas de alumnos que cada día asisten a nuestras clases se ocultan amarguras, traumas, errores, maldad, sufrimiento… como el que manifiesta el protagonista de Crimen y castigo. Ojalá los educadores seamos para ellos la voz calmada, paciente y entregada de Sonia. Les dejo este breve fragmento que no desvela nada y que inspirará poco a quien no conozca la historia, pero que ofrece una idea de la hondura del pensamiento de Dostoyevski:
“–¿Vendrás a verme cuando esté detenido?
–¡Sí, sí!
Allí estaban los dos, tristes y abatidos, como náufragos arrojados por el temporal a una costa desolada. Raskolnikof miraba a Sonia y comprendía lo mucho que lo amaba. Pero –cosa extraña– esta gran ternura produjo de pronto al joven una impresión penosa y amarga. Una sensación extraña y horrible. Había ido a aquella casa diciéndose que Sonia era su único refugio y su única esperanza. Había ido con el propósito de depositar en ella una parte de su terrible carga, y ahora que Sonia le había entregado su corazón se sentía infinitamente más desgraciado que antes.
–Sonia –le dijo–, será mejor que no vengas a verme cuando esté encarcelado.
Ella no contestó. Lloraba”.