El fracaso escolar y la ingenuidad aprendida
Somos, en buena medida, lo que los demás proyectan que seamos. En este sentido, las expectativas que maestros y familiares transmiten a los niños resultan determinantes. Aquello que se espera de nosotros, la confianza cribada en el tiempo a partir de un complejo entramado de elecciones, diálogos y gestos no siempre conscientes, aquilata y direcciona nuestro devenir hacia derroteros y experiencias nunca definitivas ni excluyentes. El fracaso escolar no sería tanto la consecuencia de una mayor o menor igualdad de oportunidades como la escasez de estas mismas oportunidades, es decir, el abandono motivado por el bloqueo de itinerarios y expectativas alentadoras.
Según el díctum clásico, cuando los dioses quieren perder a un hombre, le conceden todos sus deseos. Conviene por eso que la travesía académica sea larga. Se hallarán cíclopes convertidos en molinos de viento una vez enfrentados y caballeros de la Blanca Luna en disfraz de bachilleres. El periplo atravesará remansos y recovecos, paisajes para la acción y para la contemplación y, sin embargo, resultará imprudente apresurarse. Mejor que dure muchos años. “Así, sabio como has vuelto –escribe Kavafis–, con tanta experiencia, entenderás ya qué significaban las Ítacas».
El objeto de estudio –su entraña y su extrañeza– forjará sin adaptaciones la sabiduría resistente del viajero. “No hay ningún camino real para la geometría”, dicen que respondió Euclides al rey Ptolomeo cuando éste le preguntó si existía algún atajo para el conocimiento de la geometría. Por contra, la tentación del fracaso ahorma la voluntad de ampliar estudios que despejen la sombra yerma de la ignorancia, un Godot amenazante que dilata el camino al andar en espera de tropiezos con los que –paradójicamente– fracasar de nuevo, fracasar mejor.
Cierto es que vivimos en una cultura de la sospecha en la que lo malogrado se relativiza y confunde con los éxitos y las oportunidades. Pero cuando se evidencia la distancia entre los deseos y la realidad, uno tiende a mirar en derredor de forma escéptica y descreída. Cunde la sensación de que todo está ya dicho, de que la innovación se torna circular e inoperante y se redoblada la dialéctica que conduce a la melancolía.
Cierto es que vivimos en una cultura de la sospecha en la que lo malogrado se relativiza y confunde con los éxitos y las oportunidades
Frente a la lucidez inicial, llega la hora de la ingenuidad aprendida, enseñanza sabiamente articulada tras largo recorrido de extenso aprendizaje. La desmedida y áspera llanura man-chega por ejemplo, de cuyo nombre Cervantes no quiso acordarse, quedará convertida al final de la novela en apacible prado pastoril en prevención del resurgir de la hybris barroca. «Ser libres –escribe Javier Gomá– no significa ser virtuosos, la liberación del yo no garantiza la emancipación”. (Ingenuidad aprendida)
En Las voces bajas Manuel Rivas comparaba el oficio de escritor con la tarea incansable de quien escarba la tierra en busca de manantiales, crónica anunciada de una derrota, la cons-trucción de vacíos. Si la inteligencia se obtura y paraliza en profundidades y galerías narcisistas, el asombro de la ingenuidad desbarata el ensimismamiento escéptico y apura la evidencia de las cosas mismas, “devolviendo a la realidad su seriedad perdida, en retirada durante todos estos últimos siglos de progresión incesante del subjetivismo». (J. Gomá, ídem).
Más allá de las batallas culturales y del ruido mediático ad hoc, habremos de reconocer que la épica impuesta por el paradigma romántico está sobrevalorada. El héroe discreto, sin embargo, practica la modestia y cumple sus deberes ciudadanos sin aspavientos en el marco de una radical normalidad no exenta de belleza. Su ingenuidad acaba siendo más sabia que su inteligencia. Sabe que cualquier exceso suele derivar en desencanto nihilista y que conviene entonces apartar los postulados teóricos y bajar a la realidad del aula –en el caso de los docentes– como punto pragmático de encuentro y creación de óptimas expectativas. Al entrar en la clase y mirar a los ojos de los alumnos, las polémicas desaparecen.
Lo resume bien un personaje de Javier Gomá en su comedia Quiero cansarme contigo o el peligro de las buenas compañías: «Admiro, por supuesto, la sabiduría de tantos grandes hombres, pero, como la lucidez conduce a muchos a la tristeza, a mí no me compensa la ganancia. La alegría es sagrada, aunque sea a cambio de ignorar algunas cosas que no me gustan. Por encima de la verdad he puesto siempre el bien».