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Dinámicas escolares

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El ajetreo inherente a la Revolución Industrial se extendió rápido a todos los ámbitos de la vida incluida la escuela. Los movimientos –nunca mejor dicho– de renovación pedagógica basaron sus metodologías en los intereses del niño y, por tanto, en el juego y en la acción. Como teorizó Piaget, el niño construye de manera activa el conocimiento. Atrás fueron quedando la monotonía de las clases en las que todo un coro infantil cantaba la lección. “El maestro –escribía Ramón y Cajal en 1902– no es otra cosa, por punto general, y aquí aludo a la mayoría de los maestros de primera y segunda enseñanza, que un recitador torpe y rutinario. Enseñado a ser mero portavoz de la tradición y simple receptáculo de ideas y frases hechas, propende, por ley de herencia, a ejecutar en sus discípulos la mala obra que sus maestros le hicieron” (Revista de Aragón). Frente a aquel vetusto verbalismo huero, la moderna e histórica reivindicación de la educación activa adopta hoy la forma de “proyectos” y “dinámicas” que redundan y derivan en la idea de que aprender es sobre todo hacer muchas cosas, moverse por la clase e interactuar animada y constantemente.

Los niños se aburren y se cansan (gran descubrimiento) y tienden a descartar de manera  natural cualquier actividad que requiera esfuerzo y no esté ligada al placer de lo lúdico y divertido. Hacer largos en una piscina no es, en principio, lo más apetecible. De ahí el sábado las quejas e inapetencias de mi hijo. Sin mayor prosopopeya le expliqué que a natación no iba para divertirse sino para aprender a nadar mejor, a hacer deporte y a ir asimilando lo que significa el esfuerzo y la disciplina necesarios para vivir. Suelo también decirle a menudo –en alarde de originalidad por mi parte– que la vida no es un camino de rosas y que demanda buenas dosis de sacrificio. Gomez Dávila hubiera añadido este escolio que debo a Gregorio Luri: “Madurar no consiste en renunciar a nuestros anhelos, sino en admitir que el mundo no está obligado a colmarlos”. De más está decir que mi hijo es un chaval vitalista y alegre y yo solamente un padre que aprende a vivir con las contradicciones y las trampas culposas derivadas de la crianza y la educación de la prole. Escribía Andreu Nava-rra en un tuit: “Sin disciplina yo no hubiera hecho nada en esta vida. Ni música ni libros. La felicidad es la autodisciplina. Siempre que me he sentido triste es porque me ha vencido la pereza”.

Un aula que no funciona es un aula triste e inatenta donde no se aprende por mucho que los niños no paren de moverse por la clase. La alegría que procura el aprendizaje se traslada a los cuerpos y no al contrario. Las “dinámicas” deberían ser la consecuencia del aprendizaje y no la causa.

Un aula que no funciona es un aula triste e inatenta donde no se aprende por mucho que los niños no paren de moverse por la clase. La alegría que procura el aprendizaje se traslada a los cuerpos y no al contrario

Suele pensarse equivocadamente que una agenda repleta de actividades es síntoma de envidiable y eficiente laboriosidad. Pensamos que corriendo y ocupados somos mejores profesionales. Cuantos menos huecos en la jornada, mayor productividad. Cuantas más extraescolares, mejor preparación. La ciencia del comportamiento, sin embargo, ha descu-bierto que la escasez de tiempo crea un fenómeno llamado túnel que ciega perspectivas y nos incapacita para encontrar buenas soluciones. Se oscurece la visión periférica y ensi-mismados avanzamos sin opciones de ofrecer respuestas alternativas.

Aquí la relación entre causas y efectos se disocia y revira cuando es bien sabido que el pensamiento y la idea clara no son más que el último eslabón de una larga cadena de esfuerzos y acciones previamente trabajados. El cortoplacismo pedagógico conduce a la frustración quejosa que por propia condición él mismo provoca y termina por ahondar. Las dinámicas y los proyectos constituyen así un atajo impaciente, un puente de cristal que evita los afanes silenciosos propios de los entresijos formativos del conocimiento. Creyendo dar vida e impulso a la actividad educativa la convierten en prematura desafección. Creyendo que lo evidente y visible de los actos escolares sirve de preparación para la interiorización de los saberes los encapsula y neutraliza.

Escribe Julián Ribera en La superstición pedagógica (1910) que “lo que lo grandes espíritus han logrado penosamente saber en la vejez, desean los pedagogos que lo sepamos en la juventud sin esfuerzo alguno”. Una forma ésta de esquivar la realidad y crear una especie de limbo paralelo lleno de símbolos y fantasmas, de áridas y monótonas vaguedades que colonizan las mentes hasta el punto de quedar asemejados a aquel pez de la fábula de Foster Wallace: ¿qué demonios es el agua? ¿Qué demonios es la escuela?

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