De lo cursi y lo grotesco
Es buena la idea de acudir en ayuda de la poesía para desenmascarar la realidad. Poner en lenguaje poético era para el maestro Mairena una suerte de aclaración, despejar cortinas de humo aturdidoras. Si en el día a día se suceden “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, conviene dar lectura y traducción a “lo que pasa en la calle”, una suerte de regreso y recuperación de la palabra original, aquella que sin grumos retóricos refiere y escruta la verdad de los hechos sin trampas ni escaramuzas.
En época de crisis y cambios permanentes abruma el ritmo social incluso a los espíritus más jóvenes y predispuestos. Por inercia balsámica se tiende a la desconexión. Si excep-tuamos por anticipado aceptar el papel de comparsa que el tiempo nos tiene reservado, no queda más opción que recobrar nuevas ingenuidades, el asombro ante un mundo que sigue su curso más allá de que nuestras opiniones puedan o no coincidir con su recorrido.
No todos somos lo suficientemente virtuosos como para evitar demostrarlo. Irrumpe el deseo de seducción permanente, el afán desmedido por gustar más propio de paradigmas especulares que del raciocinio y el contraste con la realidad. La madurez de la contención conlleva complejas dificultades que obvia el torrente de la niñez.
Desencantados de todos los cuentos y de las embriagadoras experiencias utópicas, se aprende a asumir las ventajas de lo sencillo, el humor tolerante y el trato irónico con la so-lemnidad como herramientas que la inteligencia provee a fin de abandonar cualquier dogma inmutable. El infantilismo social, el culto a la juventud no serían tanto los síntomas de una sociedad en crisis como los rasgos definitorios de una civilización emancipada.
“El que mucho sabe, mucho pena”, leemos en la Biblia, que traducido al lenguaje poético encuentra una versión en “ojos que no ven, corazón que no siente”. Precisamente Corazón tan blanco es el título de unas de las mejores novelas de Javier Marías, cuya temática queda circunscrita por las posibilidades que abre y cierra un “no saber” fortuito y condicionado por las circunstancias incontrolables de la vida, lo que en otra de sus obras llama negra espalda del tiempo.
El infantilismo social, el culto a la juventud no serían tanto los síntomas de una sociedad en crisis como los rasgos definitorios de una civilización emancipada
Sin interrupción no se hace nada. Y sin el ingrediente indulgente de la necedad, tampoco. “Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires”. (Del prólogo a la primera parte del Quijote).
Erasmo, maestro de Cervantes, aconsejaba, para bien del mundo, que los sabios imitasen a Timón, el misántropo, y se fueran al desierto donde en soledad pudieran refocilarse con su sabiduría.
No es fácilmente asimilable descubrir las máscaras de la comedia humana, las desnudas dimensiones del teatro. La pedagogía, al igual que la religión o la superstición, nos exime de morir de éxito aplastados de bruces contra la verdad. A nuestra naturaleza le es más accesible la ficción que lo real. Ciertas neuronas, por ejemplo, hacen chiribitas al oír decir que los verdaderos maestros son los alumnos, de los cuales los docentes aprenderíamos a diario. La realidad, sin embargo, es testaruda y no admite ciertas lindezas.
“Cuando estudiaba en el instituto –cuenta en entrevista José Luis Garci– entraba nuestro profesor Alberto Sánchez, que nos hablaba de Cervantes y el Quijote. Él enseñaba y nosotros aprendíamos. Allí no había esa cosa de “somos todos iguales”, qué coño vamos a ser todos iguales si este señor nos está contando unas cosas del Quijote que ni soñábamos” (El País, 7-10-21).
Pocos donaires admite la realidad. Lo cursi, a la larga, termina siendo más dañino que lo grotesco.