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La deontología del profesor universitario

Hace años, Derek Bok, por entonces rector de la Universidad de Harvard, planteaba como necesidad acuciante la enseñanza de la ética en la Universidad. Naturalmente, no ha sido Bok el primero en reflexionar sobre esta crucial cuestión. Muchos siglos antes, Platón ponía esta pregunta en boca de Menón: "Me puedes decir, Sócrates: ¿es enseñable la virtud?, ¿o no lo es, sino que sólo se alcanza con la práctica, ni puede aprenderse, sino que se da naturalmente entre los hombres o de algún modo?".
Rafael Navarro-VallsMartes, 16 de noviembre de 2021
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Una de las más importantes cuestiones es alertar de que si a corto plazo el menosprecio de la ética puede traer algún beneficio, a la larga su desconocimiento es ruinoso. © ATLAS ILLUSTRATIONS

En todo caso, el tema de la responsabilidad en el ejercicio de la función docente universitaria es de extraordinaria importancia. Piénsese que actualmente existe más de millón seiscientos mil alumnos universitarios, liderados por unos 100.000 profesores.

No puede olvidarse, además, el altísimo porcentaje de fracasos que existe en las carreras universitarias. Un informe de 2019 analiza la evolución de los alumnos que se matricularon en el curso 2012-13 en 62 universidades españolas y se comprueba que la tasa de abandono en las universidades públicas es más elevada que en la privada. Un 33% de los alumnos no termina el grado que inició y un 21% lo abandona sin terminar los estudios universitarios. En la privada el porcentaje se reduce al 20%. La razón es que en la privadas se hace un mejor acompañamiento al estudiante.

La verdad es que existen dos Universidades. Una, la que el italiano Mario Losano llama la «Universidad de Bronxford», es decir, una Universidad que dice perseguir la excelencia de campus oxoniense, pero con métodos y miserias de los bajos fondos neoyorkinos. Una Universidad que malévolamente se ha descrito como «un conjunto de Departamentos unidos por la red de calefacción», y que más que enseñanza universitaria lo que imparte en realidad es una «formación secundaria continuada» o, en el mejor de los casos, una «formación post-secundaria».

Pero junto a esta Universidad esperpéntica, existe otra paralela, que comienza a llamarse «universidad sumergida», una Universidad en que una minoría de profesores se toma en serio su labor y a cuyo encuentro salen alumnos que trabajan al margen de papeletas y de exámenes. La suma de ambas minorías produce un pequeño colectivo que permite que ese enfermo crónico que es la Universidad española en su conjunto no llegue nunca a morir.

De lo que se trataría es de intentar transfundir de esta Universidad minoritaria hacia aquella inquietante de Bronxford, sangre arterial nueva. Principalmente potenciando aquellos rasgos éticos que enmarcan la fisonomía de lo que debe ser un profesor universitario.

Sin embargo, lo cierto es que como se diagnosticó en un análisis sobre «las satisfacciones e insatisfacciones» de los docentes, para un importante colectivo de profesores universitarios «las clases son una desagradable obligación», algo que quita tiempo a la investigación, un esfuerzo «que crea tensión y no proporciona curriculum». Algo, en suma, a lo que se dedica poco tiempo. Por contraste, cada vez se insiste más en la cualificación no solamente investigadora sino didáctica del profesorado universitario.

En todo caso, es verdad que la continua –y, casi siempre, muda– atención de centenares de alumnos, unido a las tareas creativas de investigación y publicación de trabajos con mayor o menor influencia en el marco de las ciencias sociales, no es infrecuente que contribuyan a desarrollar en el profesorado universitario una cierta soberbia intelectual. Soberbia que ha llevado a decir que «los intelectuales son unos seres que no pueden admirar nada durante largo tiempo aparte de a ellos mismos» (Frossard). Algo de razón tiene esa apreciación. En realidad, los intelectuales y profesores somos como los médicos: «algunos te salvan la vida, la mayor parte te curan algo, y unos cuantos te matan». Es decir, nuestra mediocritas aurea ayuda a bastantes, sin llegar a los extremos de la sabiduría máxima ni de la estulticia memorable. De ahí que no sea infrecuente el pequeño error en las explicaciones de clase o en las publicaciones científicas: un dato equivocado, una sentencia mal transcrita, una fecha alterada, un autor incorrectamente citado, una explicación confusa que complica más que aclara, en suma, un error que si no es rectificado a tiempo producirá una equivocidad, una contradicción, una laguna que más tarde traerá consecuencias no estrictamente positivas en la vida intelectual o académica de los actuales alumnos. La deontología docente exige saber rectificar sin rubores de novicia.

Churchill decía con alguna frecuencia: «a veces he tenido que comerme mis propias palabras y he llegado a la conclusión de que es una dieta muy nutritiva». Para esa rectificación se requiere alguna dosis de humildad intelectual, de saber decir sin embages: me equivoqué y rectifico en esto o aquello. Lo cual, claro está, requiere un proceso continuado de estudio personal. No es extraño que el propio Código deontológico al que vengo refiriéndome, indique entre los deberes del profesor hacia los alumnos: «Procurar la autoformación y puesta al día en el dominio de las técnicas educativas, en la actualización científica y, en general, de las técnicas profesionales».

La deontología exige saber rectificar. Churchill decía con alguna frecuencia: A veces he tenido que comerme mis propias palabras y he llegado a la conclusión de que es una dieta muy nutritiva

Una de las más importantes cuestiones es alertar de que si a corto plazo el menosprecio de la ética puede traer algún beneficio, a la larga su desconocimiento es ruinoso. Por eso –me parece– debe inculcar la idea de que hay que preservar un núcleo de valores esenciales del juego político-legislativo. o, si se quiere, que los derechos fundamentales hay que rescatarlos de las presiones de las minorías y de las imposiciones de las mayorías políticas.

También entre el alumno tiende a sustituirse lo que se ha llamado «el amor al saber por el amor al saber a qué atenerse». Con demasiada frecuencia, el estudiante no es un enamorado del «saber», sino del saber «lo que se lleva para el examen». Lo accesorio se convierte en lo principal.

Algo parecido «a lo que ocurre en las autoescuelas, donde no se pretende tanto aprender a conducir como más modestamente sacarse el carnet». Existe una buena masa de estudiantes en cuya sepultura podría estamparse, sin forzar demasiado la verdad de las cosas, este lacónico epitafio latino: hinc temporis dissipator iacet: «aquí yace una pérdida de tiempo». Un ejemplo puede ser esta pintada aparecida en una Universidad de Roma: “La sabiduría me persigue pero yo soy más rápido”.

Conviene insistir en que no es verdad que «estudiar no deja tiempo». En Harvard, el 65% de estudiantes participa en labores sociales como ayudar a marginados, dar clases en prisiones o trabajar en instituciones benéficas subvencionadas por la propia Universidad.

De ahí que obligación del profesor sea también exigir, no sólo comprender. Hacer notar que «hacia el éxito no lleva ningún ascensor, que hay que subir fatigosamente por la escalera». Recordar, en suma, que el genio es tan sólo un 2% de inspiración y un 98% de transpiración.

Dicho esto, y recusada en sus extremismos, conviene añadir que la lealtad es vital en la vida académica. No hay que olvidar que el maestro, al aceptar dirigir la aventura académica de un discípulo, se echa encima una carga no pequeña: corregir sus escritos, dar la cara ante los colegas, excusar sus atrocidades docentes, orientarlo en el proceloso mundo académico, intrigar en los proscenios etc. En una palabra, aparte de «enseñar al que no sabe y dar de comer al hambriento», empeña con el discípulo nada menos que el honor científico. El comadreo es uno de los vicios académicos nacionales. Ya en sí misma la maledicencia es abominable, pero si se ejercita contra el maestro es despreciable.

La honradez –también en la vida académica– es la mejor política. Un docente sin escrúpulos morales parece ganar a veces en libertad de acción; pero a la postre, sembrar la confusión, demorar las decisiones, esquivar las preguntas, acostumbrarse a no rendir cuentas, torcer los hechos, manipular las cifras…, todo esto resulta un bumerán.

Existe cierto consenso entre los profesores en señalar que el alumno ha pasado de ser un estudiante para convertirse en un cliente. En la Universidad Española se despilfarran cientos de horas en conspiraciones académicas, búsqueda de favores y tráfico de influencias.

Hay que liberar a la universidad del tópico de la prisa chapucera, de la irresponsabilidad ética y política sobre las consecuencias de las propias acciones u omisiones.

* Este artículo del catedrático y vicepresidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación Rafael Navarro-Valls es un resumen del discurso de apertura del curso 2021-22 en la Universidad Villanueva de Madrid.

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