Adolescencia sin fronteras
Niños respondones que visten según el dictado de la última moda. Veinteañeros incapaces de madurar y proyectarse hacia el futuro. La adolescencia ha trascendido sus fronteras para aterrizar en otras etapas de la vida. Los motivos combinan inevitables transformaciones sociales y un estilo de Educación que anima a vivir la libertad sin responsabilidad.
Si fuera un país, la adolescencia tendría poca historia (no fue teorizada hasta principios del siglo XX) y un desmedido afán invasor. Sus vecinos –la niñez por abajo; la juventud por arriba– la mirarían con pavor ante sus constantes acometidas por conquistar nuevos territorios. Protestarían ante la ONU y la acusarían de no conformarse con sus fronteras naturales, límites biológicos que la sitúan, aproximadamente, entre los 13 y los 18 años.
En su defensa, la adolescencia aduciría que las sociedades occidentales llevan décadas obligándola a que se prolongue más allá de esa franja de edad. Y que, de forma más reciente, han surgido circunstancias que también justifican su pujante irrupción en los dominios de la infancia.
Aunque existen tantas definiciones de adolescencia como autores han abordado esta etapa de la vida, casi todas asumen que el concepto esconde una clara dicotomía. Por un lado, la adolescencia física con sus terremotos hormonales, sus estirones y sus remedios para el acné. Por otro, la psicosocial, que nos enfrenta –al fijar su duración– a cuestiones tan escurridizas como qué entendemos por madurez o autonomía personal.
En palabras de Javier Elzo, catedrático de la Universidad de Deusto y autor de La voz de los adolescentes, hablamos de “un estado en el que una persona se estanca en ella misma, en el presente, sin preocupaciones, sin querer mirar más allá”. Todos conocemos a jóvenes en la veintena, incluso mayores, instalados en ese limbo de derechos sin deberes, de libertad sin responsabilidad. Continúan en casa de sus padres y posponen eternamente las decisiones esenciales sobre su propia vida.
Por el contrario, en los países pobres los chavales suelen pasar de la infancia a la edad adulta tras un salto abrupto que no admite marcha atrás. Simplemente dejan de estudiar (suponiendo que estén escolarizados), buscan trabajo y aspiran a formar una familia. Sin dudas existenciales ni crisis de identidad. Como ocurría en España hasta hace no tanto tiempo.
“A la hora de decidir quién es o no adolescente, aplicamos variables (familiares, escolares, sociales…) a cada persona con resultados muy diferentes”, explica José Chamizo, defensor del Menor de Andalucía.
‘Tweens’
Los anglosajones ya han acuñado sendos términos para referirse a las incursiones adolescentes en los últimos años de la infancia y la primera juventud. Nacido como categoría comercial o de marketing (target en la jerga publicitaria), la palabra tween definía en origen a un niño entre 9 y 12 años con gustos individuales y gran capacidad de compra. Luego se añadieron rasgos como su condición de nativo digital o la sobrecarga de horarios. Al otro lado del espectro, Jeffrey Arnett, profesor de la Universidad de Clark (EEUU), escribió en 2000 un influyente artículo sobre lo que vino a llamar “adultez emergente” (ver apoyo). En síntesis, veinteañeros dubitativos y abrumados ante las infinitas posibilidades (y retos) que la vida les plantea.
Javier Urra, prolífico autor sobre Educación y ex-psicólogo del Juzgado de Menores de Madrid, suscribe que la familia actual está convirtiendo a los tweens o preadolescentes en consumidores voraces: “Muchos disfrutan de una cuantiosa paga y eligen qué ropa visten o dónde va la familia de vacaciones, cuando no lo imponen. Las empresas lo saben y por eso se dirigen a ellos”. Elzo, por su parte, añade que “padres muy ocupados suele ser sinónimo de padres muy tolerantes que procuran mantener la paz en casa dando a los hijos todo lo que piden”. El engranaje consumista a escala infantil: como compran más, pasan a ser objetivo prioritario de los anunciantes, y, al intensificarse el bombardeo publicitario, crece su deseo de consumo, satisfecho por progenitores que no quieren líos.
La precocidad en las actitudes adolescentes también responde a otros factores como la sempiterna exposición mediática o la evolución del sistema de valores durante la infancia. Chamizo recuerda que “los niños de ahora tienen infinitamente más acceso a todo tipo de información que otras generaciones”. Y advierte sobre la presión de grupo: “siempre ha habido niños que empiezan a ser adolescentes antes y que tiran de los otros para que les imiten, y la amistad entre los preadolescentes de hoy en día tiene mucha más fuerza que la familia”.
¿Consecuencias? Desafío a la autoridad paterna, conductas de riesgo, idolatría del famoseo… Todo ello entre chavales (y sobre todo chavalas) que con suerte empiezan a vislumbrar las turbulencias fisiológicas de la pubertad.
Adultescentes
Bastante más antiguo que el fenómeno tween, el alargamiento de la adolescencia por arriba, entre los jóvenes adultos, ha sido objeto de todo tipo de análisis desde los años 60. Muchos perciben en él una consecuencia lógica de la sociedad posindustrial, y señalan sólidas razones difíciles de rebatir. A destacar, el aumento en la esperanza de vida, que ha dilatado todas las etapas (salvo la infancia) y su transición entre ellas. Si para algunos la juventud penetra hasta la temida crisis de los 40, ¿por qué no habría la adolescencia de extender sus tentáculos hasta, digamos, los 25?
Pensemos en el aumento del tiempo de escolarización. Resulta complicado imaginar cómo un estudiante de veintipocos años puede alcanzar un nivel de ingresos que le permita plantearse volar del nido de manera definitiva. Aunque trabaje a tiempo parcial y comparta piso, parece probable que sus padres tengan que echarle una mano para llegar a fin de mes, prorrogando así una dependencia que le impedirá considerarse a sí mismo como un adulto de pleno derecho.
Más flexible y abierta, nuestra sociedad también consiente, celebra incluso que los jóvenes jueguen al ensayo y error vital, que exploren nuevas vías de realización como individuos y vuelvan sobre sus pasos si éstas no les convencen. “Antes teníamos más o menos claro lo que íbamos a ser”, afirma Elzo. “Los patrones de comportamiento eran más rígidos, pero hacían la toma de decisiones más fácil”.
Acompañando a estos cambios –positivos para la mayoría, inevitables en cualquier caso–, la proliferación de enfoques educativos laxos y sobreprotectores ha frenado la inmersión de las nuevas cohortes de adolescentes en la adultez. Tras años flotando en una burbuja de bienestar y hedonismo, incubando una profunda aversión al “no”, muchos se muestran incapaces, cuando llega la hora, de enfrentarse al futuro cogiendo el toro por los cuernos. Se convierten entonces en adultescentes, neologismo que viene a sustituir al clásico complejo de Peter Pan y que, a diferencia de la adultez emergente (circunscrita a la veintena), puede aplicarse a cualquier edad. Para Urra, “nuestra gran asignatura pendiente sería enseñar a aceptar la frustración, a saber manejarse en la incertidumbre, a reinventarnos en los momentos de crisis”.
El nido vacío
España y otros países del sur de Europa se han convertido en auténticas fábricas de adultescentes. Aquí, los jóvenes se van de casa rondando los 30, mientras que en Francia, Reino Unido o Alemania lo hacen antes de los 25. Los datos proceden del Eurostat de 2007, antes de que el paro juvenil campara a sus anchas en nuestro país, así que todo indica que futuras estadísticas revisarán dicha cifra al alza.
Desde luego, el frenesí especulativo previo a la crisis no ha animado precisamente a nuestros jóvenes a ad
elantar su emancipación. Tampoco ayuda la obsesión nacional por hipotecarse con la primera vivienda en lugar de arrancar la vida adulta en alquiler, costumbre generalizada en el centro y el norte de Europa. Según Elzo, el español prioriza además el confort frente a la independencia, mientras que “en otros países la gente joven se va a un cuchitril con tal de tener su espacio”.
Urra opina que buena parte de culpa recae en los padres, “que no empujan a sus hijos a que se vayan, no sé si por el bien de ellos o por su temor al síndrome del nido vacío. Los padres españoles viven para los hijos, y hay que vivir para los hijos, para la pareja, para los amigos y para uno mismo”.
El autor de Fortalece a tu hijo o Educar con sentido común denuncia que la sociedad española confunde con una “disonancia grave” a las nuevas generaciones: “les educamos para exigir, y cuando crecen, les aportamos muy poco para que se abran camino en la vida”.
Un siglo de vida
Aunque proviene del vocablo latino adolescere (crecer, desarrollarse), la adolescencia como etapa de la vida no fue teorizada hasta principios del pasado siglo por Stanley Hall, el primer presidente de la Asociación de Psicología Americana. En su obra homónima, Hall apuntó a algunas transformaciones sociales que se estaban produciendo en la época (abolición del trabajo infantil, extensión de la Secundaria) para explicar el surgimiento de una nueva etapa que reclamaba un trato diferenciado de la infancia y la juventud. Hall definió la adolescencia como un momento de “tormenta e ímpetu” con tres características clave: rebeldía frente a la autoridad familiar, brucos cambios de humor y conductas de riesgo.
Según su tesis, se trata de necesidades intrínsecas que el adolescente no puede evitar y que los padres no deben impedir. Ante la actitud transigente que promovía hacia el hijo adolescente, Hall animaba a los padres a mostrarse severos y autoritarios (incluido el castigo corporal) con los niños hasta que cumplieran los 12 o 13 años. No deja de sorprender, por cierto, que el propio Hall extendiera la duración de la adolescencia hasta los 23-25 años.
Adultez emergente
En los años 90, Jeffrey Arnett enseñaba Desarrollo Humano en la Universidad de Missouri. Tras observar con detenimiento a sus alumnos, llegó a la conclusión de que él (por aquel entonces en la mitad de la treintena) y ellos (veinteañeros) no tenían nada que ver en cuanto a actitudes y expectativas vitales. Esto le animó a realizar encuestas entre sus pupilos y otros jóvenes alejados de la esfera universitaria. En los resultados, la gran mayoría se autodefinía como adulto en algunos aspectos y completamente inmaduro en otros. Según su artículo Adultez emergente –publicado en 2.000 en American Psychologist y citado en incontables ocasiones por investigadores del ámbito anglosajón–, Arnett detectó en concreto que los veinteañeros mantenían una visión excesivamente idealista de la existencia.
Aún no atisbaban, escribió, el desengaño que llegaría con “los trabajos rutinarios o los hijos impertinentes”. También se mostraban seguros de que lograrían lo que se propusieran en la vida, si bien pocos tenían claro cuáles eran esas aspiraciones. En esa “sensación de posibilidades” ilimitadas se encuentra la esencia de la adultez emergente, que Arnett y otros abogan por que pase a considerarse una nueva etapa de la vida.