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El niño como inversión

padresycolegios.comSábado, 1 de enero de 2022
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Hace escasas semanas una madre perdió la custodia de sus dos hijos. Los niños salieron de un casting permanente y volvieron al colegio. Este es un reportaje sobre cómo una sociedad obsesionada con el espectáculo, la fama y el dinero rápido puede devorar infancias.

Autor: ANGEL PEÑA

Cuando el pequeño Macauly Caulkin creció se encontró con una soledad terrible, de alcohol y desvarío en plena adolescencia, mucho peor que la que sufría su personaje en la simpática Solo en casa. A éste lo olvidaron sus padres al irse de viaje, dejándole a merced de unos cacos ineptos y, a la postre, inofensivos, incluso cómicos. A Macauly no lo olvidó nadie, al contrario, su precoz fama le apuntó con miles de focos, y su cuenta corriente –a la que no podía acceder por su supuesta condición de niño– engordaba. Y se rompió. Como tantos otros juguetes. Las ambiciones equivocadas o, simplemente, la pura avaricia de padres y representantes recolectaron antes de tiempo su talento.
El fenómeno del niño prodigio explotado por quienes ven su formación como una apuesta inversora que requiere rápida amortización no es nuevo. Alejandro Navas, profesor de Sociología de la Universidad de Navarra, recuerda que el año pasado el mundo entero celebró el 250 aniversario de uno de los mejores ejemplos: Wolfgang Amadeus Mozart. En efecto, cuenta uno de los primeros biógrafos del músico que, a punto de cumplir los seis años, su padre "quiso compartir con el mundo el milagroso talento de su hijo". La familia viajó por las principales cortes de Europa exprimiendo la música del joven genio… que murió agotado a los 35 años.
Pero sí es cierto que el fenómeno se reproduce en nuestra época con lamentable frecuencia. Navas reconoce que "en nuestra sociedad, obsesionada con el espectáculo, y la fama y el dinero rápido que proporciona, muchas veces los padres ven una mina de oro en un niño bien dotado para una especialidad artística o deportiva".
Precisamente en el deporte –desnaturalizado hasta convertirlo en metáfora cumbre del darwinismo social televisado vía satélite– encuentra Navas uno de los paradigmas de esos niños diseñados para triunfar desde la cuna: Tiger Woods. Su entorno asegura con orgullo que el mejor golfista de todos los tiempos aprendió antes a golpear la bola que a andar. ¿Infancia perdida?

¿Y los que no llegan?

 Al menos Woods, podrá argumentar algún cínico, ha ganado a cambio unos cuantos millones de dólares. Pero, ¿y los que no llegan? El diario Marca dedicaba recientemente su contraportada al futbolista Bruno Pellegrini, el último fichaje del Santos de Brasil, el equipo en el que triunfó Pelé. Bruno tiene seis años. En sus declaraciones ya aparecen los tópicos de rigor: "Siempre soñé con jugar en el Santos".
Días después, El País contextualizaba otro caso similar, el del boliviano Diego Suárez, de 14 años, con el título genérico "Los niños están de moda". Tiene lógica: se compra barato –Suárez cobra 55 euros al mes, una fortuna para su familia: cinco hermanos y casi ningún ingreso– y, si prospera, se vende caro a Europa.
¿Quién le devolverá la inocencia a la mercancía si no cumple con las desorbitadas expectativas que ha creado? Muy triste, de acuerdo, pero sinceramente, ¿cuántos padres dirían hoy no a un jugoso contrato? Porque no es sólo el hambre lo que empuja a muchos padres. La familia de Tiger Woods o Arancha Sánchez Vicario no eran precisamente pobres.
Paradójicamente, apunta Alejandro Navas, ese salto al vacío del menor es aplaudido en un mundo que, por otro lado, impone en el sistema educativo un igualitarismo políticamente correcto que pretende eliminar las élites. Destacar en el espectáculo o el deporte –sinónimos ya, prácticamente– es el summum, sobre todo si el éxito va acompañado de dinero rápido y fama catódica, pero "si se destaca en ámbitos intelectuales la cuestión es más problemática, ya que ser bueno en Matemáticas o Literatura no está tan bien visto en las escuelas de hoy", afirma el profesor del departamento de Educación de la Universidad de Navarra Javier Tourón. La vida del cerebrito no es fácil.
En el trasfondo de esta contradicción hay un equívoco sobre el concepto de formación. Tourón pone el dedo en la llaga al recordar que el objetivo de la educación es "la felicidad y el pleno desarrollo personal de las condiciones intelectuales, sociales, físicas de cada educando". En este contexto, razona, el éxito o la fama no son en sí mismos objetivos educativos, sino circunstancias que pueden sobrevenir en la vida de cada uno y que habrá que saber encauzarlas educativamente.
Por eso, dice Tourón, "una educación para el desarrollo personal es correcta, una educación para el éxito es un mal enfoque; la vida es, en cualquier caso, un conjunto de éxitos y fracasos, por lo que será necesario prepararse para ambas circunstancias. Ambos también son pasajeros, por lo que han de ser tratados como impostores".


Cuando la presión viene de fuera: exigencia de estado

Los padres no son los únicos culpables de un aceleramiento artificial de las capacidades para diseñar el éxito desde la infancia.  En ocasiones, los estados consideran a los niños como bienes públicos que deben amortizar según convenga a la nación. En los países comunistas esta tendencia se convierte en norma. Con la caída del muro, China ha quedado como su gran exponente. Ayudado además por la tradición oriental de sometimiento a los mayores y culto al esfuerzo, los ciudadanos se modelan desde el jardín de infancia. Con la celebración de los Juegos Olímpicos de 2008 en Pekín, se multiplican los casos de deportistas fabricados ad hoc: el niño se dedica a la especialidad que los preceptores deciden que, por su morfología, puede producir mayores beneficios en forma de medallas, records… Y lo hace en cuerpo y alma, 24 horas al día. Se le roba así el sagrado derecho a jugar. Porque, aunque resulta igual de nefasto permitir que se forme según su antojo, el menor tiene derecho a su ámbito de libertad, en el que la imaginación va asimilando la realidad a un ritmo natural.

Pero la presión excesiva puede llegar por otro lado. A veces es la propia sociedad la que asfixia, a través del sistema educativo. Alejandro Navas apunta el caso japonés, donde el índice de suicidios entre estudiantes adquiere tintes trágicos. Al haber unos filtros tan drásticos, que determinan el mayor o menor éxito según los centros de formación de élite a los que se acceda, el niño se ve envuelto en una feroz carrera hacia la excelencia educativa. Y la familia no quiere que la pierdan: cuando detectan que no están en cabeza, llegan las clases complementarias, la presión… Y, a veces, el chasquido.


Mentes privilegiadas

El repudio del niño explotado para colmar ambiciones ajenas conlleva el peligro de saltar a otro extremo también nefasto. No somos todos iguales. Y no crecemos todos de la misma forma. “Los alumnos de alta capacidad son distintos de los demás en el modo de aprender y de hablar, de relacionarse, en sus intereses intelectuales y de otro tipo. Y ellos lo saben, y sus compañeros también”, explica Javier Tourón.

En este contexto, matiza, “nadie debe burlarse de la potencia intelectual de un colega, como tampoco ningún estudiante de alta capacidad debe mostrarse arrogante con los que son intelectualmente más modestos. La aceptación tiene que ser mutua”.

A partir de ahí, hay que tener siempre en cuenta que un niño de alta capacidad es, ante todo, un niño como otro cualquiera, aunque diverso en algunas dimensiones en las que destaca particularmente. Por lo demás, la vida de un alumno de alta capacidad tiene que ser normal. “Pueden tener rarezas y problemas ciertamente”, reconoce Tourón, “pero como todos los demás alumnos; lo que realmente se convierte en un problema es la falta de atención educativa adecuada a los mismos”.

Por eso habrá que evitar a toda costa someterlos a un sistema educativo que liga irremediablemente la edad con el curso escolar, aconseja Javier Tourón. Los alumnos de alta capacidad deben ser atendidos en función de ésta y de acuerdo con su velocidad de aprendizaje que normalmente difiere de la de sus compañeros de curso. “Imponer un límite de velocidad artificial a estos alumnos supone un daño grande para la maduración de sus capacidades y para el desarrollo de su talento”, concluye Tourón.

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