Escuela verbalista
Recordemos el primer versículo del evangelio según San Juan: “En el principio ya existía la palabra”, es decir, el lenguaje que nos crea. De hecho hoy las batallas son culturales y se dirimen lingüísticamente en el campo de las ideas. Les mots («Las palabras») es el título que dio Sartre a su autobiografía de niño poseído y maravillado por el poder taumatúrgico de la lectura y la escritura: “Descubrí el mundo a través del lenguaje, pero durante mucho tiempo tomé al lenguaje por el mundo. Existir era poseer una denominación controlada en alguna parte de las Tablas infinitas del Verbo; escribir era grabar en ellas a seres nuevos o atrapar a las cosas, vivas, en la trampa de las frases: si combinaba ingeniosamente las palabras, el objeto se enredaba en los signos, y me hacía con él”.
Gracias a la lengua y su gramática nos hacemos con la realidad. En Cuadernos de la cárcel decía Gramsci que excluir la enseñanza de la lengua en la escuela no significa excluirla de la vida real: “El latín –escribe– no se estudia para aprender latín, se estudia para habituar al niño a estudiar de una forma determinada, para habituarle a razonar, a abstraer esquemáticamente y, una vez adquirida esta capacidad, penetrar en la vida real inmediata”. Eliminar la enseñanza de la gramática supondría hurtar a las familias humildes el aprendizaje de la lengua culta, que en ambientes de economía más boyante se aprende de manera natural y por simple imitación.
Se sabe que cuanto mayor es el vocabulario que maneja un niño, mayor es su capacidad de comprensión y amplitud de aprendizajes. Sin embargo se ha tachado a la escuela tradicional de ser en exceso verbalista olvidando que es el verbo, la palabra, nuestro vehículo fundamental de civilización, el instrumento –junto a la memoria– que nos permite tomar distancia y dar sentido a lo que hacemos. La identidad y el carácter personal se manifiestan a través del uso del lenguaje. Pensamos con palabras y el fracaso escolar –en buena medida– es un fracaso lingüístico.
Estamos –por otra parte– a punto ya de comprender mayoritariamente lo que Gramsci sostenía convencido: que el progreso político exige el conservadurismo educativo. Dicho de otro modo, que si lo que se pretende es favorecer la igualdad de oportunidades y poner en práctica el ascensor social, los sistemas educativos deberían primar la enseñanza de contenidos por encima de las destrezas o habilidades prácticas.
Eliminar la enseñanza de la gramática supondría hurtar a las familias humildes el aprendizaje de la lengua culta, que en ambientes de economía más boyante se aprende de manera natural y por simple imitación
Fijar los objetivos escolares en los intereses del niño y en su vida cotidiana, todo ello envuelto en un ambiente emocional y complaciente con escaso rigor y exigencia, estaría impidiendo a los más débiles abandonar sus condiciones precarias de inicio. Porque hay alumnos que cuentan con un bagaje cultural suficiente para compensar las posibles lagunas derivadas de un hipotético sistema escolar deficitario, pero los hay que no tienen más opciones de realización que las que le ofrece la escuela del barrio.
Que los alumnos de pasadas generaciones tuvieran un mayor o menor nivel académico que las actuales, poco importa en relación al aumento de actividades extraescolares con las que los niños de hoy en día necesitan completar su formación a la salida del colegio. Son precisamente las personas menos pudientes las que están realizando los mayores esfuerzos económicos al comprobar que lo aprendido en la escuela es insuficiente. No todas las familias pueden permitirse el hecho de que sus hijos vayan a la escuela con el objetivo principal de interactuar con sus compañeros y desarrollar habilidades sociales y afectivas. Los hay que lo que necesitan prioritariamente es aprender.
En las aulas se trabaja a partir de la lectura insistente de buenos textos que nos ayudan a comprender y ampliar nuestra capacidad interpretativa. De palabras se nutre el pensamiento crítico y la creatividad. Hacer hincapié, sin embargo, en los aspectos más técnicos y formalistas de los procesos de enseñanza aprendizaje contribuye a difuminar el verdadero sentido de la enseñanza, que no es otro que el de contagiar al alumno el deseo por aprender, el placer intelectual que supone ampliar conocimientos.
No es verdad que permanezcamos en las aulas durante años y salgamos empachados de palabras y saberes inútiles y memorísticos. Nunca debemos suponer que porque un niño no comprenda algo en su totalidad, lo que sabe no le sirve de nada. Igual que un albañil no empieza una casa por el tejado, el aprendiz no desarrolla su escritura descubriendo desde el inicio las estrategias de un escritor consumado. Tan importante como esto será conocer la lengua por dentro, el significado y la formación de palabras, la estructura de la oraciones, las normas de puntuación… En el largo plazo es cuando el entramado lingüístico personal da lugar a conceptos, relaciones y enseñanzas que amplifican nuestras capacidades intelectuales. La escuela que apueste por garantizar el futuro de sus alumnos será una escuela verbalista, una escuela que priorice el dominio de la lengua desde edades tempranas y donde las habilidades comunicativas sean el vértice de la enseñanza, el verbo como esencia constitutiva de la vida.