Híbridos
JUAN CARLOS RODRÍGUEZ. SOCIÓLOGO. INVESTIGADOR DE ANALISTAS SOCIO-POLÍTICOS (ASP)
Autor: padresycolegios.com
Quizá la fase de la adolescencia
tenga sentido biológicamente, y,
por tanto, siempre haya habido,
en este sentido, «adolescentes».
Pero lo cierto es que, como periodo socialmente
diferenciado, su origen es mucho
más reciente, y está vinculado a la expansión
de la escolarización. Antes de dicha expansión,
el niño se convertía simbólica o ritualmente
en adulto de manera directa, o
al menos en todo lo adulto que su cuerpo
le permitía.
En realidad, algunas de sus tareas como
niño, como las del cuidado de sus hermanos
menores (u otros parientes o vecinos)
o la ayuda en las labores de su padre o madre
(u otros adultos) implicaban responsabilidades
casi adultas. La incorporación a
un oficio tampoco se hacía abruptamente,
sino a través del debido tiempo de aprendizaje,
efectuado en coexistencia con los
trabajadores expertos, adultos de mayor
edad. La incorporación a una vida sexual
adulta tampoco se efectuaba de golpe: el
tiempo de aprendizaje de la vida en pareja
(el noviazgo) era prolongado y, en principio,
la consumación sexual tardaba mucho
en producirse y estaba muy ligada al
matrimonio. Es decir, aunque la transición
entre la niñez y la vida adulta fuera aparentemente
«directa», en realidad transcurría
a través de una fase relativamente prolongada
que podía caracterizarse como una
suerte de híbrido entre ambas. Un híbrido
en el que el adolescente iba aprendiendo,
por imitación o siguiendo reglas preestablecidas,
pero siempre de un modo eminentemente
práctico, las artes y los valores
morales de la vida adulta.
En la actualidad, con el tipo de escolarización
del que hemos ido dotándonos, han
desaparecido casi todas esas instancias sociales
híbridas. Así, la vida del adolescente
transcurre, como vimos en otras entregas
de esta columna, gran parte del tiempo en
un mundo propio, poco «contaminado» por
la asunción paulatina de responsabilidades
adultas. El haber elegido la vía de una escolarización
prolongada (como poco desde
los tres o cuatro años hasta los dieciséis),
con muchas horas de clase, y más de actividades
extraescolares, casi ha privado a niños
y adolescentes de la experiencia del cuidado
de los más pequeños y de los cuidados
mutuos entre los de edad parecida,
«abandonados» todos ellos, es un decir, a su
suerte por padres trabajando y madres cuidando
a los hermanos más pequeños.
Por otro lado, la escuela y la universidad
están casi totalmente aisladas del mundo
del trabajo, y el aprendizaje en aquélla, muy
formal, poco tiene que ver con el que se da
en las empresas (o en la vida fuera de la escuela,
en general), que es mucho más indirecto
e informal, más práctico. Y tampoco
ha sido habitual una experiencia formativa
de ida al mundo del trabajo y vuelta a la
escuela, pues el diseño de las instituciones
escolares lo ha hecho difícil. De este
modo, el ingreso de los recién egresados del
sistema escolar en el mundo del trabajo
tiende a producirse de manera un tanto
abrupta, sin haber aprendido poco a poco
el instrumental de conocimientos y las reglas,
muchas de ellas tácitas, que se aplican
en ese nuevo ámbito. Conocimientos y reglas
que no necesariamente tienen que ver
con los aprehendidos en la escuela, e, incluso,
pueden ser contradictorias con ellas.
Y, muy especialmente, el tránsito se da sin
que el joven haya ido modulando en la
práctica sus expectativas, por lo que no extraña
que éstas se vean muchas veces defraudadas,
especialmente –pero no sólo–
para los estudiantes que no han acabado
de rendir bien en sus estudios.
En esto pienso mucho últimamente, en
la posibilidad de que la adolescencia vuelva
a ser un híbrido entre la niñez y la vida
adulta, y no un mundo autocontenido y separado
de ambos. Cómo pueda llegar a serlo
queda, quizá, para otra ocasión.