La escuela de los antisistema
Hay una línea invisible que atraviesa el magisterio y desemboca en la autoridad, por un lado, y en la confidencialidad por el otro. La educación es un largo segmento que necesita de la estabilidad en el ejercicio de estas tres herramientas para generar, en el alumnado primero y luego en la sociedad en su conjunto, la confianza y la seguridad que deben primar en un sistema de instrucción general. Cuando se rompe este lazo invisible, se socavan los principios que, precisamente, han de brindar las suficientes garantías al proceso de enseñanza y aprendizaje. Ha costado mucho llegar hasta aquí, quiero decir al equilibrio existente en la actualidad, como para ponerlo en riesgo. Sin embargo, esto es lo que quiere hacer el gobierno de la nación con el nuevo ordenamiento jurídico por el cual se podrá revelar el tenor de las actas de evaluación de los equipos educativos a quien así lo desee, sobre todo, cuando se persiga conocer el detalle de las decisiones del profesorado responsable de la suerte de este o aquel alumno.
La enseñanza requiere de los contrapesos que espontáneamente la equilibran, es decir, de la confidencialidad y la autoridad del profesor como, asimismo, de la confianza y la seguridad en sus decisiones
La labor del docente, como la de cualquier otro funcionario, está presidida por el deber de confidencialidad. Son varios los textos legales al respecto, desde el Código Civil hasta el Estatuto de la Función Pública, pasando por algunas referencias en la mismísima Carta Magna, y nadie había cuestionado la pertinencia de estas prevenciones, habida cuenta el bien superior a proteger, la privacidad del individuo y, consecuentemente, su derecho al honor y la propia imagen. No obstante, la pretensión del Ministerio de Educación hace saltar por los aires todas estas garantías, creyendo con ello salvaguardar el derecho que le asiste al discente a saber los pormenores de su evaluación. Personalmente, estimo que este afán es erróneo de todo punto, pero es que además puede resultar muy perjudicial para la acción docente y, de paso, para todo el sistema. Puesto que exponer el dictamen profesional –incluidas las íntimas reflexiones de orden pedagógico que se hayan de evacuar– comprometería la libertad de cátedra y supondría un elemento altamente perturbador de la psicología del alumno. Es lo mismo que si pusiéramos al descubierto las deliberaciones de un jurado popular, privando a los posibles candidatos de futuros tribunales de la generosa libertad de acción con que deberían actuar.
Por lo tanto, la enseñanza requiere de los contrapesos que espontáneamente la equilibran, es decir, de la confidencialidad y la autoridad del profesor como, asimismo, de la confianza y la seguridad en sus decisiones. Si, desde las más altas instancias, ya se da por supuesto que la una (la autoridad del docente) apenas tiene relevancia social, sólo era cuestión de tiempo el asalto a la otra, la garantía de la necesaria y vital confidencialidad en sus deliberaciones. Por último, si el propósito del gobierno se consuma, se cerrará el capítulo final de la escuela tal y como la conocemos. Una escuela en la que ni se enseña ni se deja enseñar, y en la que además se pone en duda el valor de la palabra de los profesionales. Será la escuela de los antisistema, el puro caos.