Las falsas dicotomías a las que se enfrenta la escuela de hoy
En las últimas semanas asistimos a enconados enfrentamientos entre los partidarios de una u otra corriente educativa. Están los que se decantan por la enseñanza tradicional, con clases magistrales donde el profesor se erige en la autoridad suprema del aula; lo que denominaríamos la enseñanza vertical. Y luego vienen presentándose los que abogan por una enseñanza más horizontal, donde el alumno es el protagonista absoluto del proceso de enseñanza-aprendizaje y es más autónomo y decide su itinerario formativo, ayudado, eso sí, por las nuevas tecnologías y la guía del profesor.
Entre una y otra de las corrientes en boga también hay quienes reclaman una enseñanza basada más en competencias (en línea con las corrientes internacionales lideradas por organismos como la OCDE) y los que demandan la vuelta a los conocimientos. Una y otra se implican, en realidad, pues no cabe ser competente en algo que no se conoce. Se trata, por tanto, de un falso dilema educativo en el que se entretienen políticos y pedagogos, legisladores e ideólogos de la Educación, pero que poco o nada aporta a la enseñanza en su día a día.
El respeto que antes se profesaba a la docencia está ahora en riesgo, al eliminar el principio de autoridad moral que el maestro tenía
"Sin embargo, en estas discusiones el trabajo del profesor y del alumno se ve dañado porque asistimos a un debate que confunde y altera la tarea del aula. Todo el trabajo docente se encuentra en cuestión y el profesor –tal y como lo hemos entendido hasta ahora– se encuentra inmerso en ese debate, confundido con él y en una total crisis de identidad acerca de su labor. Cuestionado por todo y por todos, el profesor (y la escuela, por extensión) aparece como el culpable de todos los males de la sociedad, chivo expiatorio de todo cuanto nos sucede como personas y como sociedad.
El respeto que antes se profesaba a la docencia está ahora en riesgo, al eliminar el principio de autoridad moral que el maestro tenía. No se trata de una nostalgia del pasado sino de una cualidad intrínseca a la tarea de enseñar. Si el profesor no tiene esta autoridad, las familias se encuentran a merced de una supuesta lógica tecnologicista que –a través de no se sabe qué vías– permitirá que el alumno alcance los conocimientos (o competencias) que la vida laboral exige.
En este sentido, desde aquí debemos reclamar la necesidad de unos saberes básicos e indispensables, no medibles ni evaluables en exámenes PISA o similares, que provean al alumno de un bagaje cultural y científico que les haga crecer como personas, con todas sus dimensiones propias y exclusivas.