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Un core curriculum escolar

José Mª de Moya
Director de Magisterio
4 de mayo de 2022
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Estos tiempos paradójicos –cuando los obispos acaban de publicar los datos de un nuevo descenso en el número de alumnos matriculados en Religión– invitan a decir algo sobre la necesidad de una educación plena capaz de ofrecer alguna respuesta en tiempos de incertidumbre. Porque está bien todo eso de que el buen maestro es aquel que consigue que el alumno se haga preguntas pero, permítanme el sarcasmo, sería bueno que también pudiera ofrecer de cuando en cuando alguna respuesta. No vaya a ser que este método tan socrático sea la máscara tras la que no hay nada interesante que ofrecer.

Viene todo esto a cuento de que a la Redacción de Magisterio llegan, ahora con más frecuencia, comentarios procedentes de orientadores, psicólogos y aún psiquiatras que alertan sobre el riesgo de ofrecer una educación que cojea en una de sus patas. Al parecer, se ha incrementado el número de casos de niños y adolescentes que responden al siguiente perfil: alumno o alumna académicamente brillante, humanamente intachable, pero con un vacío existencial, un sinsentido en sus vidas, que condiciona todo su desarrollo y le impide llevar una vida razonablemente equilibrada. Se trata de ese joven aparentemente completo, pero sólo en apariencia: buen estudiante, buenas calificaciones, prometedor futuro profesional, con habilidades sociales –buen manejo de las llamadas competencias blandas–, sabe trabajar en equipo, dar las gracias y sonreír, y por supuesto, manejar sus emociones. Pero, aún con todo, nada parece suficiente para él.

En una reciente entrevista, la psiquiatra Marian Rojas ponía palabras a este presentismo en el que se ha instalado buena parte de nuestra sociedad y que parece haber ganado terreno en los últimos tiempos: “Encerrarse en el hoy y el ahora sin aclarar los interrogantes últimos que dan sentido a nuestra vida genera un vacío existencial, que es la primera causa de angustia”. El preocupante incremento de toda suerte de trastornos psicológicos y aún de las tasas de suicidio entre la población infantil y juvenil debería hacernos reflexionar sobre la necesidad pero, sobre todo, sobre nuestra capacidad para aclarar alguno de esos interrogantes. El responsable de una importante agrupación de colegios me hacía notar hace pocos días que “ese vacío existencial es más significativo en los chicos listos, aquellos que se hacen preguntas importantes y son, por ello, más vulnerables en un sistema educativo incapaz de ofrecerles respuestas consistentes”.

La Salle, una de las agrupaciones de colegios más numerosa de España y probablemente del mundo, organizó hace escasas semanas un congreso educativo distinto a los habituales, generalmente centrados en las nuevas metodologías de aprendizaje, la transformación digital, la educación emocional, etc. El Congreso Equis trató de ir a la raíz de la educación o de sobrevolar sobre ella, según se mire. “Un interrogante sobre el ser, el contexto y la educación” o “Un congreso para repensar la escuela en la era de la incertidumbre”, fueron algunos de las ideas fuerza. Durante el encuentro La Salle presentó su particular modelo de formación plena del alumno basado en cinco ejes: conducta y actividad autorregulada; construcción del pensamiento; dimensión social del aprendizaje; mente, cuerpo y movimiento; e interioridad. Este es solo un ejemplo de la necesidad de un abordaje completo de la formación del alumno en esa triple dimensión intelectual, humana y espiritual. Porque la educación es un taburete de tres patas que con dos no se sostiene.

Algunas voces ya están planteando la conveniencia de implantar también en las enseñanzas no universitarias un core curriculum escolar que aglutinara asignaturas como Religión, Ética o la misma Filosofía

A lo largo de la década pasada, autores como Danah Zohar e Ian Marshall, entre otros, han desarrollado el concepto de inteligencia espiritual. Esta nueva inteligencia vendría a culminar el camino iniciado en los 90 por Howard Gadner y sus ocho inteligencias múltiples, a las que Daniel Goleman añadió la inteligencia emocional pocos años después. Para Zohar y Marshall, la inteligencia espiritual es la inteligencia primordial porque nos permite afrontar y resolver problemas de significados y valores, ver nuestra existencia en un contexto más amplio y al mismo tiempo determinar qué acción o camino es más valioso para nuestra vida. Está en todo nuestro ser, como una totalidad trabajando de manera armónica con la inteligencia racional y la emocional. Gadner ha aceptado esta nueva inteligencia pero prefiere denominarla inteligencia existencial.

También buena parte del mundo universitario está incorporando este complemento antropológico a la formación universitaria, no solo para las carreras de humanidades sino también para ese alumno de ingeniería o medicina. Es el llamado core currículum que docenas de universidades, como la de Chicago, Columbia, Abu Dhabi o Navarra aquí en España, ofrecen dentro de su menú académico. Asignaturas como Antropología, Ética o Introducción al cristianismo que todo alumno deberá cursar si quiere obtener los créditos necesarios para completar su grado universitario. Algunas voces ya están planteando la conveniencia de implantar también en las enseñanzas no universitarias un core curriculum escolar que aglutinara asignaturas como Religión, Ética o la misma Filosofía.

En esta misma línea de pensamiento se encuadra el I Encuentro Iberoamericano de Profesores de Religión que tendrá lugar en Madrid en pocas semanas con el propósito de impulsar una educación plena que abarque la dimensión espiritual del alumnado. Durante el encuentro, desde la Filosofía y la Pedagogía, intelectuales de la talla de Miguel García-Baró, Gregorio Luri, Carmen Pellicer o José María Torralba debatirán sobre el papel que debe desempeñar la enseñanza de la Religión en nuestro tiempo y en nuestras escuelas. Porque desde luego que la Filosofía o la Ética pueden ofrecer a los alumnos muchas y buenas respuestas sobre estos interrogantes existenciales, pero siempre se quedarán a medio camino, lejos de colmar los infinitos deseos de sabiduría del ser humano. Solo la apertura a la trascendencia que ofrecen las religiones puede ser capaz, al menos, de aliviar esos deseos.

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