Ideología y educación
Probablemente se encuentren las ideologías entre las construcciones del espíritu más típicamente humanas, pues alcanzan, a un tiempo, el pensamiento y el sentimiento, la cognición y la emoción, el mundo de la razón y la esfera de los valores; y, por ello, se desenvuelven de la mano tanto de argumentos como de opciones personales. No es, por tanto, de extrañar que la ideología desempeñe un papel, en ocasiones relevante, en el mundo de la educación.
Y es que en educación –como hemos señalado en otro lugar–, junto con las políticas operan las metapolíticas; esto es, visiones de carácter sea instrumental sea esencial en las que aquellas se incardinan. En el primer caso –el de las metapolíticas instrumentales– estaríamos simplemente ante políticas de orden dos –como dirían los matemáticos–, pues se trata de políticas u orientaciones sistemáticas para concebir y desarrollar buenas políticas educativas. En el segundo caso –el de las metapolíticas esenciales– nos encontramos, sin embargo, ante elementos más profundos de la visión que transcienden lo meramente instrumental y aportan un significado intelectual, moral y político.
Por su naturaleza y por su posición en un más alto nivel jerárquico, las metapolíticas condicionan, en ocasiones fuertemente, la concepción de las políticas y terminan por afectar a los resultados a través de su implementación. Son esos condicionantes de corte ideológico los que forman parte de lo que hemos denominado más arriba metapolíticas esenciales.
Llegados a este punto, podría argumentarse que todas las inspiraciones ideológicas de las políticas educativas están en un mismo plano, en cuanto a su naturaleza y a sus efectos sobre la realidad. Por ello resulta necesario establecer una distinción precisa entre las ideologías políticas y esas otras visiones más amplias del mundo y del hombre. Las primeras constituyen un conjunto de ideas y postulados que caracterizan a los partidos políticos y que se orientan, en definitiva, al ejercicio del poder. Las segundas son amplios marcos de referencia –cosmovisiones como nos dirán los filósofos– que son propias, habitualmente, de una civilización. Frente a las primeras, de las que participan tan solo un grupo o fracción de la sociedad, las segundas son compartidas por una gran mayoría de los ciudadanos, pues conforman una cultura, entendida en un sentido amplio, consolidada en el tiempo; una suerte de atmósfera intelectual y moral que nos envuelve y en la cual los individuos “vivimos, y nos movemos, y somos”.
Por tanto, ni por su naturaleza y origen, ni por su amplitud y su coherencia como marcos de referencia, ni por su pervivencia histórica, ni por su aceptación, sea explícita y consciente, sea tácita o inconsciente por parte de amplias capas de la sociedad, las ideologías políticas y esas cosmovisiones son comparables en el sentido de situarse en el mismo plano o considerase, a la postre, equivalentes.
Pero, además, y como se ha apuntado más arriba, el impacto de estos dos tipos de marcos de referencia en el ámbito de las políticas educativas es también potencialmente diferente. Como nos anticipara el filósofo y Premio Nobel de Economía Friedrich Hayek, existen relaciones profundas entre las ideas políticas que se profesen y las concepciones epistemológicas que se tengan, entendiendo en este caso lo epistemológico como lo concerniente a las relaciones entre conocimiento y realidad; por ejemplo, en lo relativo a la posición que se adopte sobre la falibilidad de nuestros postulados ideológicos, o sobre el respeto por los hechos, o sobre el valor de la crítica. Pero esa conexión profunda entre ideología y epistemología –que está sólidamente avalada por la experiencia– tiene una transcendencia capital en el ámbito educativo, pues influye tanto en la formulación como en la implementación de las políticas, y condiciona notablemente su grado de acierto.
En el caso que nos ocupa, nuestro marco cultural de referencia no es otro que el de la civilización occidental, heredera de las aportaciones fundamentales tanto greco-latinas como judeo-cristianas, y en cuyo seno han emergido la Ilustración y la revolución científica y se ha desarrollado, a un ritmo acelerado, el progreso humano, tal y como rigurosos análisis de evolución histórica, basados en datos y en evidencias, han puesto de manifiesto.
Esa epistemología, que es característica de nuestra civilización, le confiere una clara ventaja comparativa a la hora de condicionar las políticas educativas, pues es capaz de inspirar metapolíticas instrumentales más efectivas. Sin embargo, algunas ideologías políticas –con sus dosis de dogmatismo anejo– al adscribirse a diferentes formas de racionalismo constructivista, según el cual los postulados ideológicos se sitúan en un plano superior al de la realidad de los hechos, dan la espalda de un modo a veces expreso, aunque casi siempre tácito, a esa racionalidad que está en la base del desarrollo y del progreso.
En el debate sobre el papel de la ideología, a la hora de inspirar la educación, se puede sostener desde una posición crítica que toda educación es, en esencia, una manipulación inspirada en uno u otro marco ideológico. Incluso aceptando la validez de ese aserto, lo específico de un enfoque humanista es que se trataría, en todo caso, de una manipulación precisamente para no ser manipulado. El filósofo francés Jacques Maritain consideraba la razón y la libertad como los dos pilares básicos de una educación humanista. Y esta orientación, que es característica de una educación en los fundamentos, se ha convertido en un desafío contemporáneo de gran envergadura.
El filósofo francés Jacques Maritain considera la razón y la libertad como los dos pilares básicos de una educación humanista
En los tiempos actuales, la educación se halla confrontada a una encrucijada decisiva. Puede muy bien o ser el instrumento de esta nueva “revolución cultural” en ciernes, en la cual una ideología política socave las bases de una forma de pensar y de ser ampliamente compartida, y propia de la civilización occidental; o, por el contrario, puede convertirse en el legítimo valladar de una sociedad ilustrada y liberal, y en el vehículo para una formación del individuo que, en un contexto de cambio, de confusión y de creciente complejidad, le sirva de guía en el ejercicio pleno de su autonomía intelectual y moral. Esta es mi convicción personal y, salvo que alguien desde sólidos fundamentos logre convencerme de lo contrario, seguiré contribuyendo a su defensa hasta el último aliento.
(*) Este texto es una adaptación de mi intervención en la presentación del libro Por una educación humanista. Un desafío contemporáneo (Eugenio Nasarre (Ed.). Narcea Ediciones-StampUCJC, 2022).