Adiós a Benedicto XVI, defensor de la verdad
Hombre dedicado a los libros y a la enseñanza, Ratzinger fue un talante abierto a la modernización de la Iglesia, aunque en 1968 con el dissenso contra Roma optó por dejar de ser moderno, y la ortodoxia fue su pasión desde que tuvo la misión de gobernar. Las formulaciones de Ratzinger son claras y precisas, simplifican lo complejo, al mismo tiempo que poéticas sin artificios ni efectismos. Sigue los pasos de Romano Guardini, de los santos Agustín y Buenaventura, y fue además de un gran teólogo del siglo XX la mano derecha del papa Juan Pablo II, a quien sucedió. En la homilía que le tocó pronunciar como Cardenal Decano, al inicio del cónclave que le elegiría a él, señaló su pensamiento de que el relativismo era el gran peligro de nuestro tiempo, la falta de Verdad: “Del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo y así en adelante”, eran sus palabras de prevención. Le tocó dar continuidad al papado de Juan Pablo II, un pensador más místico, avanzado en lo social, tradicional en la doctrina. Y Ratzinger se autoconsideraba racionalista y poco místico, desde luego no tenía la visión providencialista de san Juan Pablo II, sino que era menos optimista en el quehacer histórico de la humanidad, su realismo le hacía ver que en la historia no se realizará el proyecto cristiano por entero, sino en el más allá; en resumen ha sido un teólogo en búsqueda de la verdad.
Tomó el nombre papal de San Benito, patrón de Europa en la difusión de la cultura y la fe en favor de la dignidad de la persona; y por Benedicto XV, que promovió la paz en medio del desastre de las dos guerres mundiales (y sufrió al ver a Hitler que quitaba de en medio a los que no apoyaban su régimen y así fue preparando la dictadura).
En el diálogo con las religiones, se definió en su discurso de Ratisbona cuando habló de la racionalidad de la fe, y causó malestar entre muchos islámicos al recordar que la violencia y la agresión nunca pueden señalar la obra de Dios, que nunca se debe de usar el nombre de Dios para un acto de violencia. Aceptaba la crítica, pero no renunciaba a lo que consideraba su deber. Y aunque es verdad que ahora vemos el peligro del totalitarismo en Rusia y el creciente poder de China, el peligro en realidad es la expansión de una cultura islámica que no respete la dignidad de la persona.
Me daba la impresión de que Ratzinger estaba como atado a una tradición entendida como continuidad, vivía en su contexto y ayudó mucho a la renovación del Concilio Vaticano II con su trabajo, y que luego cuando tuvo la autoridad de obispo quería cambiar las cosas pero no sabía cómo. Así, poco a poco se fue dedicando a la liturgia, al cuidado de los ritos, pues la Eucaristía era el centro de esa relación entre la ortodoxia y la ortopraxis: subrayaba que la eucaristia es ágape y pax, anticipación del banquete eterno de bodas. Y aunque nunca la historia nos dará la salvación, hemos de procurar hacer lo que podamos; la recta-verdad fue su lema, pero la recta-acción no fue fácil para un profesor que no usó tácticas populistas. Hablaba de vivir la verdad con amor: “veritatis facientes in caritate”, como la caridad tenía que estar abierta a la solidaridad (Caritas in veritate, el título de una encíclica suya). Pero la estructura de la Curia Romana, el poder de la Iglesia, se le hacía grande para un hombre de estudio más que de acción. (A Francisco le ha tocado lidiar con ese toro). Ratzinger veía que la praxis sin ideas se transforma en destrucción, pero también “la sola doctrina, si no se convierte en vida y acción, es mera palabrería y así queda igualmente vacía”, decía: pues “la verdad es concreta”. Y quería alzar su voz en medio de las estructuras económicas que llevan a su antojo como marionetas los poderes políticos.
En el diálogo con las religiones, se definió en su discurso de Ratisbona cuando habló de la racionalidad de la fe, y causó malestar entre muchos islámicos al recordar que la violencia y la agresión nunca pueden señalar la obra de Dios
Él deseaba una comunión, “una de las palabras más profundas y características de la tradición cristiana”: koinonía. La Iglesia es comunión, y así se resaltó desde el Sínodo de 1985: el centro eucarístico de la Iglesia, encuentro entre Jesús y los hombres, entrega por nosotros (sustituyendo una interpretación de Iglesia como Pueblo de Dios más social, horizontal). Vio que la solidaridad era no sólo ayudar técnicamente a los necesitados, sino dar espiritualidad que dé sentido a esa ayuda. La idea de un progreso social ha sido también una utopia decepcionante (trató de esto en la Encíclica Spes salvi); la trascendencia da sentido a la vida. En un mundo de globalización egoista, Ratzinger propugnava una “globalización en la que realmente todos sean responsables unos de otros (…). Si la globalización en la técnica y en la economía no va acompañada también por una nueva apertura de la conciencia a Dios, ante el cual todos tenemos una responsabilidad, entonces acabará en catàstrofe”. La comunión en la humanidad para Ratzinger iba de la mano de la autenticidad en la fe (en dialogo, sin fanatismo). De este modo habrá una aportación muy rica de los cristianos: “la violencia es vencida por el amor. Esta es la transformación fundamental, en la que se basa todo lo demás. Es la verdadera transformación, que el mundo necesita; la única que puede redimir al mundo”. Y dirá siguiendo a san Agustín y las cartas paulinas que “toda la creación debe llegar a ser ‘una nueva ciudad’, un nuevo paraíso, morada viva de Dios: Dios todo en todos (cf. 1 Co 15,28)”.
Resuena en todo su magisterio lo esencial que expresó en su primera Encíclica: Dios es amor, toda la fe de la Iglesia se puede resumir así; y a partir de aquí debemos buscar la unidad perdida, entre cristianos y con todo el mundo: dialogar, borrar las divisiones, superar los resentimientos, vivir la esperanza de una civilización del amor. En un mundo en que la religión se presenta mezclada con la violencia, el odio, la ignorancia… el mensaje cristiano del amor se levanta como una señera para poder encontrar la identidad; como una estrella para orientar el camino de la vida. Así el “eros” que inicialmente es deseo, con el “ágape” se va transformando en don, al buscar no mi bien (egoísmo) sino la felicidad del otro (amor), y así querer “existir por el otro”. Hay un “éxtasis”, pero no en el sentido de embriaguez efímera de placer, sino un salir del “yo” cerrado y abrirse a los otros. Con el don de sí se vive la liberación auténtica, se encuentra uno a sí mismo, y se encuentra a Dios.
Su dimisión como obispo de Roma lo entiendo como el fin de un ciclo, si su vida estuvo unida a la aplicación e interpretación del Concilio Vaticano II, donde la Iglesia se abre a la modernidad, superando una crisis que empezó con el llamado modernismo, su dimisión fue como el inicio de una nueva época, donde quizá el modo de hacer de la Iglesia será más descentralizado, con un dinamismo alternativo a la rigidez de castigar al que no tiene la doctrina segura, con que se ha castigado a los progresistas. La misma palabra curia está tomada del modelo romano, que tiene un derecho centralizado, que poco a poco pienso que irá dejando paso a un talante más pastoral y menos legal, basta ver que Francisco pide al pastor que atienda a cada alma sin que importe saltarse alguna norma, y tener las manos “manchadas de barro”. Ratzinger ayudó a fijar las bases que han permitido abrir una puerta a una mayor libertad, en un contexto actual, pero de algún modo sintiendo aquellas palabras evangélicas que repetía Juan Pablo II: “No tengáis miedo”.