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Por los que fueron, los que son y los que serán

Si se quiere forjar un individuo capaz de desenvolverse en un mundo complejo, se le debe preparar para la complejidad de dicho mundo, proceso que requiere de compromiso y disciplina, tanto por parte de aquel que enseña así como de aquel que aprende. En este punto no hay atajos.
Ricardo E. Reyes SotoMartes, 30 de mayo de 2023
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© Cynthia

Tal como afirmó Aristóteles en su Política[1], el ser humano se diferencia de los animales en tanto que es un ser racional; capacidad que le ha permitido ser una suerte de Homo Deus, según lo entiende el historiador Y.N. Harari[2]. Esta capacidad le ha permitido desarrollar una serie de lenguajes y símbolos muy complejos, a través de los cuales interpretar y representar la realidad, y, si se quiere, dando lugar a múltiples maneras de vivir la realidad misma. La psicología evolutiva y del desarrollo nos da una serie de pistas acerca del apasionante camino que el ser humano ha ido recorriendo en su viaje desde su formación en la matriz hasta su pleno desarrollo en la adultez, donde, entre otras cosas, nos esclarece cómo es y ha sido posible todo aquello que anteriormente señalamos. Esto no es posible sino gracias a la capacidad de aprender. Así pues, siguiendo a Juan Delval[3], el desarrollo humano es un constante camino de aprendizaje; una hazaña desde el día uno en que el feto ya no es más feto, pasando a ser un recién nacido que inicia su arduo peregrinar en el mundo.

El ser humano ha ido aprendiendo a lidiar con su entorno, ya sea este el medio físico o social. Poco a poco, incluso y siempre que ha podido, ha llegado a una comprensión más exacta de las leyes naturales, diseñando una serie de mecanismos complejos que han facilitado su supervivencia. Las fuentes históricas de las que disponemos nos han permitido conocer que, dicho aprendizaje se ha ido entregando, generación tras generación; desde la oralidad, hasta, quién lo diría, unos diminutos dispositivos electrónicos capaces de conservar cantidades inimaginables de información a partir de unos y ceros. Y es que una de las líneas maestras de la historia de la humanidad, es precisamente esta, la preservación y transmisión del conocimiento, de generación en generación. Una herencia cultural que, innegablemente, nos ha permitido llegar hoy al lugar en el que estamos.

Ya que apelamos a la Historia, un rápido repaso a través de esta nos permite ser conscientes de que el conocimiento y, en suma, la cultura, no siempre han sido universalmente accesibles. Es más, si solo tomáramos en cuenta el tiempo desde la invención de la escritura hasta nuestros días, advertiremos que el conocimiento, o, más concretamente, la educación, como proceso de transmisión de dicho conocimiento, antes bien que ser un derecho, constituía un privilegio de unos cuantos, hasta hace muy poco tiempo. Pensar en esta realidad constituye un ejercicio reflexivo saludable, puesto que nos permite dar lugar a ucronías, a posibles escenarios históricos que forman parte de un pasado contingente. ¿Habríamos llegado al mismo punto en el que estamos hoy como sociedades democráticas sin haber pasado por unas revoluciones liberales? No lo sabemos y nunca lo sabremos, pero, creo que si en algo coincidiremos, es que a nadie le habría gustado ser privado, víctimas del azaroso destino que nadie elige, de lo que hoy conforma un derecho: el derecho al conocimiento, la educación; y, dicho sea de paso, estos escenarios difícilmente podrían haber tenido lugar sin nociones de la idea de lo justo, de lo bueno, de lo deseable. No hay acción si antes no hay pensamiento, y no hay pensamiento que se genere en ausencia del conocimiento. Así pues, el conocimiento es una condición indispensable para el pensamiento.

La aparición de conceptos tales como “ciudadanía global” o “pensamiento crítico” van ganando protagonismo con el tiempo, especialmente en el marco de la educación formal

La aparición de conceptos tales como “ciudadanía global” o “pensamiento crítico” van ganando protagonismo con el tiempo, especialmente en el marco de la educación formal. ¿Quién no desea que en este mundo globalizado, los individuos sean capaces de comprender que a día de hoy, sus derechos y responsabilidades trascienden las fronteras de sus propios territorios, en tanto que sus actos pueden tener repercusión en regiones remotas? ¿O quién no quiere que sus conciudadanos sean personas lo mejor informadas que se pueda, de tal manera que sean capaces de tomar decisiones debidamente sopesadas? Sería extraño saber de alguien que se oponga a esta idea, en tanto que parece ser un escenario deseable y que redundaría en bienestar si no para todos, al menos para una gran mayoría.

Es razonable pensar que, si se quiere componer una pieza musical rica en sonoridades, se requiera, por tanto, de una amplia gama de sonidos que posteriormente habrán de combinarse armónicamente en ritmo y melodía. Lo mismo sucedería si lo que se quisiera fuese escribir una combinación de versos capaz de producir aquello que se ha tenido a bien denominar “placer estético”. Un pintor diestro, probablemente no necesite nada más que un destello de creatividad para representar sobre un lienzo, trazos, formas e imágenes capaces de capturar nuestra atención; sin embargo, creo que nadie discutirá que, mientras más amplia sea su paleta de colores y su dominio de diferentes técnicas pictóricas, el número de obras a las que este dé lugar serán mayores. Del mismo modo, si se quiere forjar un individuo capaz de desenvolverse en un mundo complejo, se le debe preparar para la complejidad de dicho mundo, proceso que requiere de compromiso y disciplina, tanto por parte de aquel que enseña así como de aquel que aprende. En este punto no hay atajos.

Parte de la justicia social debería entenderse como velar por que toda persona, sin excepción, tenga la posibilidad de acceder a esta, su herencia cultural, una herencia que le dote de la mayor cantidad de recursos a su disposición, no solo para interpretar el mundo y disfrutar de él, sino para participar de él, desde las más diversas perspectivas: físico-naturales, sociales, históricas, ético-filosóficas, estéticas, etc. En estos tiempos, donde por momentos parece imperar una práctica educativa hueca que, contagiada de la sociedad del espectáculo, las falsas apariencias, el esnobismo y la pasividad, es necesario hacer un llamado a la excelencia, al compromiso de poner al alcance de los estudiantes lo mejor que se les pueda dar. La educación de nuestros niños y jóvenes no puede ser trocar por una foto de Instagram, porque aunque esto pudiera parecer un simplismo absurdo, está comenzando a transformarse en una realidad que se está promoviendo incluso desde las Administraciones, haciendo de la educación por momentos algo más parecido a un bien de consumo. Aquí es donde el compromiso de una figura se hace especialmente importante: el de los maestros, sobre quienes se está depositando la enorme responsabilidad de instruir a niños, adolescentes y jóvenes que, con el tiempo, tomarán las riendas de la sociedad, participando plenamente de la misma. El compromiso de ser maestros que se constituyen eternos e insaciables estudiantes en tanto que esta es su razón de ser, saber para enseñar, para que, en términos de Nuccio Ordine[4], realice el único acto en el que se enriquece a alguien sin empobrecerse, sino más bien, todo lo contrario. El deseo de mejorar diariamente en conocimiento y práctica para responder a la misión que le ha sido encomendada, entregar una parte de sí mismo, la mejor, a ser posible, a aquellos que vienen detrás para que puedan vivir la mejor de las vidas posibles, y, cómo no, una actitud que vele por la integridad de una educación de calidad y para todos, alejándola de ocurrencias y de fines espurios y mercantilistas.

Ciertamente, el simple hecho de pensar en tamaña responsabilidad puede resultar amedrentadora, sin embargo, como ya adelantaba Paulo Freire en El maestro sin recetas[5], este debe ser plenamente consciente de que la educación tiene límites, y que, por mucho que se pretenda, no se le puede pedir cosas que escapan de sus posibilidades, algo que, por desgracia, parece estar ya no solo ocurriendo, sino además, agudizándose, lo que, en el peor de los casos, le desvía de su tarea principal: enseñar[6], transmitir como nos dice Gregorio Luri[7], un conocimiento poderoso, emancipador, que permita al individuo, llegado el momento, vivir su propia vida, sabiendo que no se le ocultó nada, que aquellas épocas en las que saber era un privilegio ahora conforman un trance lejano en la historia; alguien que llene las alforjas de ese sujeto que comienza su propio peregrinaje por el mundo, y no de cualquier manera, sino, llenándolas de tal forma que le sirvan de sustento. Esta es la labor del docente, sagrada si se quiere, que eligió preparar a los que fueron y a los que son; a los que son y que serán.

Ricardo E. Reyes Soto es maestro de Primaria e investigador en formación en el Instituto Universitario de Investigación en Estudios Latinoamericanos (IELAT). Universidad de Alcalá

Notas

Bibliografía

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