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Antonio Gala, lo cursi no quita lo valiente

¿Se inventó o lo inventaron? En una España ávida de utopía, harta de apariencias y huérfana de mitos, quizá lo segundo. O tal vez lo primero: Antonio Gala encarnó al chamán que con sus cánticos nos purga; o al psicólogo que, verbalizando lo que sabemos pero no queremos oír, nos libera.
Rubén Villalba
Periodista y creador del podcast 'El entrevistólogo'
2 de junio de 2023
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El escritor falleció el pasado 28 de mayo a los 92 años | Fundación Antonio Gala

Se nos fue Antonio Gala. Ay… ¿A quién acudiremos ahora cuando nos dé la bajona? ¿A quién cuando dudemos entre el deber y el querer? ¿A quién cuando busquemos refugio en el desierto emocional? ¿A quién cuando necesitemos una última palabra? ¿A quién? Sus libros, por suerte, permanecerán. Su voz —tanto o más importante—, también. Gala convence no solo por lo que dice, sino por cómo lo dice. Y reside ahí uno de sus más valiosos legados: el cómo importa.

Para muchos fue, precisamente por su voz —melódica, honda, rimbombante— un cursi abuhardillado, un señorito de familia bien que pudo permitirse el lujo de entregarse a la tarea única de escribir —¿Da el dinero el talento? Puede que la tranquilidad para intentar forjarlo, pero nada más—. No se le puede quitar mérito por eso. Autor prolífico, obtuvo, además del formal, el reconocimiento informal, es decir, el que más ansía quien escribe: el de sus lectores. En ellos encontró el lugar que la Academia no le dio. No era ese su destino: no estaba hecho Antonio Gala para apoltronarse en un sillón —“El sillón de la Academia no solo me quita el sueño, sino que me lo da”, eludía con socarronería—.

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En sus lectores encontró el lugar que la Academia no le dio. No era ese su destino: no estaba hecho Antonio Gala para apoltronarse en un sillón

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Él fue, antes que escritor, vividor. Vivió para contar —¿de dónde sacó el tiempo?—, sabiendo que solo así y no al contrario uno alcanza credibilidad ante el que escribe, por eso te leen. Vivir, y no solo escribir —que también—, te convierte en una especie de oráculo colectivo: el otro busca en ti la voz de la experiencia, respuestas a las preguntas que por miedo, vergüenza o cobardía todavía él no ha resuelto. Gala, además de escritor, fue eso. Sobre todo y en esencia eso: destinatario de cartas a raudales cuyos asuntos traspasaban a menudo el literario: salud, dinero, amor. Gala fue, entre pluma y libro, coach de dominio público.

¿Fue esa faceta suya, de la que Gala hizo gala, la que lo apartó de la Academia? En no pocas entrevistas se le hizo rabiar con tal asunto, sentenciando en una de ellas a su televisivo escudero Jesús Quintero: “Yo no puedo ser académico, yo soy extraacadémico; la Academia es un sitio normado, atildado; yo soy un rebelde”. Lo fue cuando, preguntado por la religión, sancionó que “debería estar prohibida por Dios”. Cuando, en relación con el conflicto palestino-israelí, planteó públicamente si de verdad los judíos son el pueblo elegido. Cuando, refiriéndose a Franco, sostuvo que “mejor contra él que sin él porque entonces vivíamos en la ilusión de un mundo que íbamos a hacer entre todos”. O cuando, señalando al nuevo feminismo, censuró que no quisiera recuperar el matriarcado “sino sustituir al hombre, pero con los mismos defectos de la organización masculina”.

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Gala fue, entre pluma y libro, 'coach' de dominio público

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En lo personal se desnudó —sabiendo siempre hasta dónde desvestirse— en una autobiografía donde narra el periplo tragicómico de un niño superdotado que, tras estudiar tres carreras y opositar —obedeciendo a su padre— a la abogacía del Estado, se hizo cartujo —por un amor, dicen, entonces “prohibido”— para entregarse luego a la llamada divina, que fue para él la literatura: “Yo soy escritor de destino, no de oficio”, repetía en una suerte de éxtasis mesiánico que le fue granjeando tantos fans como lectores. En él vieron el camino, la verdad y la vida. Todo lo que Gala decía iba —y va— a misa. ¿Por lo que decía, por cómo lo decía o porque tenía más razón que un santo? Quizá por todo eso a la vez. O acaso porque supo hablarle a la gente en su idioma.

Leo, entre sus obituarios, que fue víctima de su propio personaje. ¿Pero lo fue? “Yo no he comprado la fama, no debería pagar ese precio”, matizaba al tildársele de famoso más que de escritor. ¿Se inventó o lo inventaron? En una España ávida de utopía, harta de apariencias y huérfana de mitos, quizá lo segundo. O tal vez lo primero. Gala, sabiéndose escuchado, se hizo medio para alcanzar un fin propio pero colectivo: la catarsis. Encarnó al chamán que con sus cánticos nos purga. O al psicólogo que, verbalizando lo que sabemos pero no queremos oír, nos libera. 

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Todo lo que Gala decía iba a misa. ¿Por lo que decía, por cómo lo decía o porque tenía más razón que un santo? Quizá por todo eso a la vez. O acaso porque supo hablarle a la gente en su idioma.

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Al enamoradizo le abrió los ojos: “¡Pero si la correspondencia no la garantiza ni Correos, cómo la va a garantizar el amor! El amor no garantiza nada. El amor no es una sociedad de seguros, afortunadamente”. Al avaricioso le llenó su vacío: “La felicidad no la da el dinero, aunque el dinero ayude a olvidarse de esa verdad”. Al pesimista le dio esperanza: “El tiempo no es que cicatrice del todo las heridas, pero nos hace mirar a otra parte y eso nos distrae de las antiguas”. Al famoso lo puso sobre aviso: “El aplauso es un ruido”. Al votante indeciso le dio razones: “El carisma se dirige no a la razón, sino a otras vísceras menos respetables; el carisma no convence, arrastra”. Y al muerto en vida lo resucitó: “La vida tiene que ser intensa, no extensa; la inmortalidad nos haría acomodarnos porque no se necesita tanto tiempo para hacer lo que tenemos que hacer”. 

Se nos fue Antonio Gala. 
Ay…

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Comentarios

  1. Leticia
    3 de junio de 2023 04:54

    Ay nuestro Antonio…. se nos fue 😔
    Bravo por este artículo al autor, siento mías sus palabras