La insoportable levedad del periodista
Ha muerto Milan Kundera y yo releo La inmortalidad. No sé si es justa, pero sí necesaria. Fue tras La insoportable levedad del ser cuando la escribe, como si las dudas existenciales del protagonista prosiguieran en un relato de ficción del que se sirve para dar un buen repaso a la realidad —su especialidad—. A los periodistas nos lo da con la mano abierta: ¿quiénes somos nosotros para exigir nada?
Los periodistas nos hemos creído alguien, reprocha Kundera en uno de los capítulos donde pone en duda ciertos postulados que de esta profesión damos por hecho. Los periodistas, dice, nos hemos autoproclamado herederos del sagrado derecho a preguntar, que para él solo Dios tiene. Ignoro si Dios monopoliza tal derecho, pero que hay periodistas que se endiosan —o los endiosan— para justificar tenerlo es una verdad como un templo.
A la verdad se refiere Kundera como la mayor “mentira” del periodismo. Desde la manida verdad de los hechos, partimos de una confusión de frontera: nada tiene que ver la verdad con la realidad, construida esta de muchas verdades, que son las de cada uno. No es distinto el periodista: sabe él que la verdad de la que informa no es la «verdad», sino la que él ha visto o creído como tal. No porque él mienta —que también—, es que se mueve en un terreno pantanoso, donde son muchas las fuentes que pugnan por contarla a su manera.
Sabe el periodista que la verdad de la que informa no es la 'verdad', sino la que él ha visto o creído como tal. No porque él mienta, es que se mueve en un terreno pantanoso, donde son muchas las fuentes que pugnan por contarla a su manera
"Hay verdades, sin embargo, que caen por su propio peso. ¿O quizá fueron contadas, fabricadas o proyectadas para que así cayeran? Nunca lo sabremos (del todo). Sustenta por eso cierta teoría que no hay modo alguno de saber cuál de todas las “verdades” posibles es la “verdad”, por tanto, todas lo son. En su lugar prefiere hablar la Constitución de veracidad, es decir, nos otorga el derecho a una información que, aun pudiendo ser “falsa”, sea “verdadera” en el camino que el informador ha trazado para su consecución. No es tanto el qué sino el cómo lo que nos exige. El periodismo se reduce, pues, a una suma de buena fe y confianza ciega.
La relación tambalea cuando el periodista asume, como el político al que cuestiona, la erótica del poder. No hay, por tanto, que fiarse ni de uno ni de otro toda vez que el periodista, como el político, concibe su trabajo no como un medio sino como un fin. El periodista, critica el escritor, “comprendió que lo de hacer preguntas no era solo el método de trabajo de un reportero, sino un modo de ejercer el poder”. ¿Quién o qué nos lo dio?
La narrativa contemporánea encomienda al periodista la misión de destapar la “mentira” para contar la “verdad” —vuelta al dilema—. Se inserta así en el imaginario colectivo como un Robin Hood que viene a salvarnos de aquellos que, gobernándonos, nos la quieren colar. Parte, pues, de una trama antagónica donde el “bueno”, el periodista, habrá de desenmascarar al “malo”. Este es el relato que, como el mito griego, ha sido asimilado por una sociedad que no solo presupone sino que dota a la prensa de una confianza incluso superior que al político, como si ambos, advierte Kundera, no fueran lo mismo.
No hay que fiarse ni de uno ni de otro toda vez que el periodista, como el político, concibe su trabajo no como un medio sino como un fin
"Kundera hasta se compadece del político que, aun corrupto, tiene que rendir cuentas ante un periodista que se sabe administrador único de la “verdad”. Cita el caso del presidente Nixon, cuando los periodistas Cari Bernstein y Bob Woodward, sabiéndose con la sartén por el mango, le obligaron “primero a mentir en público, después a reconocer en público que mentía y finalmente a marcharse con la cabeza gacha de la Casa Blanca”. Todos aplaudimos, celebra el escritor, “porque se hacía justicia”. Sin embargo, plantea: ¿es eso hacer justicia o tomarse la justicia por su mano? Y, yendo más allá, se pregunta: ¿es ese el cometido del periodista?
En tiempos en que el pueblo —tan hastiado como apresurado— pide sangre, aquí no caben ya reflexiones como las de Kundera, quien se desvincula de la romantización colectiva del periodista para sacarle los colores. El primero, el de la espectacularización: como el político con la política, a menudo el periodista convierte el periodismo en un reality donde, apelando a las bajas pasiones, se premia la falta de escrúpulos. Pero no solo la espectacularización o la connivencia del periodista con el partido o político de turno es para Kundera una forma de corrupción. También lo es, y quizá peor, otro hecho que lo acerca al político: ¿qué puede hacer él con la palabra del otro?
Así como del político preocupa la gestión del dinero común, del periodista inquieta la administración que pueda hacer de la palabra ajena. Kundera lo ejemplifica con la entrevista: “El periodista utiliza las respuestas que le convienen, las traduce a su vocabulario, a su manera de pensar”. En cierta ocasión reconoció Marlon Brando arrepentirse de haber concedido entrevistas porque, explicaba, “no escriben lo que uno dice, lo dicen fuera de contexto o lo yuxtaponen de tal manera que no refleja lo que uno ha dicho”.
Así como del político preocupa la gestión del dinero común, del periodista inquieta la administración que pueda hacer de la palabra ajena
"Más allá del derecho a réplica —¿sirve de algo replicar “verdades” que se cuentan como realidad?—, Kundera propone como alternativa una suerte de “periodismo colaborativo” que conceda al entrevistado la posibilidad de participar en el relato que de él va a difundirse, poniendo así en entredicho que seamos los periodistas administradores únicos del derecho a la información —de esto hablé en mi trabajo final de carrera—. Viene ahora el dilema: ¿atentaría contra la deontología o la libertad de prensa? Entre las posibles opiniones, hay un hecho: hemos dado, en nombre de esta libertad, demasiado gato por liebre. Por eso, como en la política, habrá que dejar de depositar en el periodismo altas expectativas que acabarán cayendo por el peso de los otros poderes que lo sustentan. ¿De qué sirve el poder sin independencia —real y efectiva— para poder ejercerse?
Quizá llamemos periodismo —y periodistas— a lo que no es sino una extensión camuflada de quienes lo financian —¿puede ser el periodismo realmente autárquico?—. Habrá quienes, atraídos por la erótica del poder —que es también la del rédito—, sucumban y se arrimen al sol que más calienta. Es ahí cuando deja el periodismo de informar para prevaricar —más con un titular intencionado o una declaración tergiversada que un simple bulo—. Habrá quienes apechuguen por conformismo o necesidad. Y habrá quienes, dándose cuenta de lo que hay, quieran bajarse para coger otro tren. Son estos últimos los justos que pagan por pecadores.
Kundera, pese a los bienintencionados, nos da un toque: ¿quiénes y cómo estamos administrando el derecho a la información —veraz—? Que la mitificación, por tanto, no nos ciegue. Si hablamos de libertad, que sepamos: no solo consiste esta en hacer lo que se quiera, sino en responsabilizarse de lo que se haga. La alternativa, como en la política, puede ser la judicialización —¿no es ya el periodismo un juzgado de guardia?—. O quizá la de Kundera. Y en un momento en que el periodismo se mueve entre el espectáculo, la connivencia y el descrédito, quizá no sea su propuesta tan descabellada. Como la política, puede también el periodismo evolucionar hacia un sistema de pactos. No pactos encubiertos ni complacientes con los intereses de los representantes, sino de los representados. Si un derecho no vela al que ampara, ¿de qué sirve?