De la educación 3.0 a la enseñanza sin pantallas
En España somos mucho del todo o nada, de un pensamiento sin matices, del blanco o negro, de la radicalidad de planteamientos. Y en ese contexto asistimos desde hace ya varios meses, al menos desde el boom de las pantallas a que obligó la pandemia, a cuestionarnos su uso. En parte porque algunos, por el camino, se han enganchado a las tecnologías, a las redes sociales o a lo que sea que aparezca en el móvil, y apenas saben ya hacer nada que no sea darle al dichoso dedito (o deditos) arriba y abajo. Muchos padres y profesores ya están alertando del exceso en el uso de los móviles no precisamente para obtener información útil o para estudiar, sino como mero entretenimiento, perdiendo la concentración para tareas más exigentes como son leer, estudiar o redactar un trabajo.
Así las cosas, y aprovechando esa radicalidad que nos caracteriza como pueblo, en algunos centros escolares ya han decidido prescindir de las pantallas. Ya que no podemos moderar su uso lo mejor –piensan– es abandonarlas, dejando paso a una enseñanza desprovista de tecnología y volviendo al libro de texto, al lápiz y al papel y a la lección del profesor como único vehículo de transmisión de conocimientos. A pesar de la fuerza que ejercen las modas y de los costosos informes (algunos interesados o claramente tendenciosos) que aconsejan utilizar las tecnologías en su justa medida, muchos de estos amish del aula han decidido optar por el todo o nada; y ya existe toda una corriente pedagógica a favor de demonizar los smartphones y alejarlos de las puertas de los colegios.
Si bien es cierto que ni hicimos bien en apostar todo el futuro de la educación a la carta de las nuevas tecnologías (la entonces llamada educación 3.0) ni tampoco parece razonable prescindir de ellas como recursos para utilizar en el aula. Más allá de una dependencia patológica de las redes sociales, deberíamos situar esas tecnologías en el lugar que les corresponde, haciendo de internet, el ordenador, la tablet, el smartphone o la IA (y lo que venga en el futuro) un buen aliado de la enseñanza. Pese a ello, mucho me temo que los amish de la educación tradicional seguirán defendiendo que toda tecnología es, por el mero hecho de existir, mala para nuestras mentes y nuestros cuerpos y que, donde haya un buen libro de papel, a la luz del día o de un candil de aceite, que se quiten todos esos cacharros infernales que tantos problemas mentales y culturales nos están dando.