La dimensión del problema
La realidad es el ocaso de la ola pedagógica, pero también el de una ley que tiene como meta la coronación de la ignorancia como fin del hombre. Esta realidad, tozuda y clara como ninguna otra, es a la que apelo siempre que salgo al encuentro de los idólatras de las pantallas, los chiripitifláuticos de toda la vida. Por más que se empeñen en sus discursos teóricos, rayanos en el delirio, tropiezan con la piedra del aula, esa china que no les deja conciliar el sueño.
Una simple experiencia, una hora de guardia en una jornada cualquiera, echa por tierra los disparates de tanto pedagogo del desprecio por el conocimiento. Cuando acudí a la llamada de un compañero, para que le sustituyera, nada presagiaba lo que luego ocurriría. Son estas sorpresas las que, por inesperadas, terminan por convencerme de la anomalía pedagógica en la que estamos inmersos como si fuese lo más normal del mundo. Entré en un Tercero de la ESO con la intención de cuidar a los chicos o, al menos, trasladar el material que me había dejado preparado el titular, relativo a las magnitudes elementales de la naturaleza. Tras la entrega, comienza una secuencia digna de una película de terror, pero no porque el alumnado se comportara de manera hostil, sino por la aparición de la ignorancia, deseosa de mostrar su dominio en un espacio que no debería ser el suyo.
Una alumna, primero, otra después, más tarde, un grupúsculo al completo, me pregunta por el mismo enunciado, la palabra que escondía un enigma irresuelto para casi la mitad de la clase
Una alumna, primero, otra después, más tarde, un grupúsculo al completo, me pregunta por el mismo enunciado, la palabra que escondía un enigma irresuelto para casi la mitad de la clase. “Profe, ¿qué es una dimensión?”. Por un momento, sonreí y pensé que estaban de broma, mas no era así en absoluto. ¡Realmente, desconocían el significado de lo que es una dimensión! Recapacité sobre mi labor y, como docente, aunque fuera de una materia distinta, destiné mis esfuerzos a enseñar al que no sabe. Mientras detallaba las magnitudes, sentía que me temblaban las piernas, que algo no lograba cuadrar en aquella extraña situación. Los chicos llevaban de media unos ocho años en el sistema educativo, pasados los cuales, todavía ignoraban el alto, el ancho y el fondo. Tras la explicación, me recogí en la silla del profesor, meditando en silencio. Y, sin proponérmelo, llegaron las preguntas, una tras otra, como si fueran proyectiles sobre una diana: ¿cuál es la función de un docente? ¿Cuál es la misión del ejercicio del magisterio en unos tiempos en los que la ignorancia se apodera de los centros educativos como si fuera el peor de los virus? En definitiva, me asaltaba la duda de si el profesor ha de “acompañar” al alumno, como no se cansan de postular los iluminados de la pedagogía, o, si, por el contrario, debería mantener su sagrado deber de enseñar.
En éstas estaba, cuando los alumnos, pareciendo oír mis tribulaciones, se acercan y me dicen: “¡Gracias, profe!”. Sólo había cumplido con mi trabajo, pero, para ellos, quizás acostumbrados a todo lo opuesto, les salía del alma mostrar su agradecimiento. El gesto me llenó de alegría y respondió a todas y cada una de las preguntas que me había hecho instantes antes. En aquella hora, ya para el recuerdo, renové mis votos con el magisterio y me hice el firme propósito de no dejar de impartir conocimiento, de ser un orgulloso disidente de la moderna y extraviada pedagogía. En pocas palabras, el deber de un profesor es enseñar al que no sabe, aunque la ley no lo permita.
Quisiera concluir con una llamada a la desesperada a los compañeros, presos de la ideología y tal vez faltos de la verdadera vocación, a las instituciones educativas y a la sociedad en su conjunto. Un grito, compartido por muchos docentes, que mantienen el aliento y la llama viva del conocimiento en el aula: ¡Déjennos trabajar!