El informe PISA
En los últimos debates educativos suele planear la sombra de la bajada o no del nivel académico de los alumnos. Es una constante sobre la que nadie se pone de acuerdo. En seguida se cita algún texto antiguo para demostrar que el supuesto descenso es un falso mantra que se repite a lo largo de la historia. Otros prefieren comparar los currículos o los manuales escolares de distintas épocas para expresar déficits claros en detrimento del rigor de los currículos actuales. Hay quienes directamente les basta –universal concreto– con acudir al aula y comprobar a diario el desfase con respecto a cursos anteriores donde también ejercieron la docencia. Los hay, en fin, que aducen el gran cambio que representó dejar atrás la antigua EGB y pasar al sistema LOGSE en donde la ampliación de la etapa obligatoria hasta los 16 años introdujo –vía Europa– la escuela comprensiva en España.
El reciente informe PISA no ayuda a despejar dudas. Los datos son poco esperanzadores. Según los responsables del informe, “hay una serie de evidencias que sugieren que la Covid intensificó una trayectoria negativa que venía desde antes”. Sin embargo, nadie ha reparado en que el impulso digitalizador impuesto durante el confinamiento –algunos expertos aseveraron que traería un cambio de paradigma beneficioso– no ha resultado así a tenor del rendimiento en estas pruebas. Como escribiera Campoamor, “todo es según el color del cristal con que se mira”. A ello contribuyen datos sorprendentes. Por ejemplo que regiones con buen capital económico como País Vasco y Cataluña ocupen los últimos puestos clasificatorios. Finlandia, el espejo en que nos mirábamos, deja de ser referencia y se ve superada con gran ventaja por países como Singapur, Japón y Corea del Sur, geografías donde se desconoce el llamado “aprender a aprender” como vía pedagógica.
Jean-Claude Michéa, en su libro La escuela de la ignorancia, propone hablar no tanto de la bajada de nivel como del declive constate de la inteligencia crítica. En la medida en que ejercer el pensamiento crítico exige bases culturales mínimas, deja claro que ambos aspectos no son completamente independientes pero distingue lo que él califica como dos tipos diferentes de ignorancia. Lo cierto es que diferenciar una opinión de una información y ésta de una noticia falsa resulta cada vez más complicado para unos alumnos que pasan mucho más tiempo delante de sus móviles que en las aulas. Aulas en la que los textos de carácter crítico fueron paulatinamente orillados en favor del desarrollo de aprendizajes y competencias útiles para el mercado laboral.
El interés económico y su deriva consumista –inscrito en los objetivos y programas educativos– se ha impuesto a cualquier otro y tiende a percibirse como la principal motivación de la conducta humana. De ahí que en las aulas todo se tiña de cuidados, energía positiva e inteligencia emocional, paliativos de las consecuencias de unas políticas insolidarias –dirigidas precisamente por quienes orquestan este tipo de evaluaciones– que producen cansancio y descontento en una ciudadanía incapaz de gozar y de arrebatarle a su época –de manera educada, inteligente, crítica– los beneficios que atesora y puede llegar a disfrutar.