'285'
No dejo de darle vueltas y más vueltas a la tarjeta enumerada que tengo en mis manos. Vueltas, más vueltas y todavía más, al igual que mi cabeza, que me da vueltas y vueltas…
Sólo me detengo cuando por el rabillo del ojo veo que la puerta se abre y escucho mi nombre. Detengo el movimiento de mis dedos, pero la cabeza me sigue girando como un tiovivo. Un joven, que debe andar en los veinticinco, esboza una sonrisa, me hace un gesto silencioso para que le siga y, sin esperar mi respuesta, echa a andar por donde ha venido. ¿Qué puedo hacer sino asentir, tragar saliva y contar hasta diez antes de levantarme de la silla? Podría quedarme en el sitio, inmóvil, o dar un paso atrás y marcharme. Sé que la puerta principal está cerrada, pero exigiría que se me abra. Es algo que me dejaron claro desde el principio, aunque sospecho que tienen la confianza en que no voy a hacerlo. Efectivamente, no lo hago, y con la cabeza gacha atravieso el vano por el que ha desaparecido el muchacho.
Camina rápido, sin hablar. Sus zapatos resuenan contra la pulcra superficie, reproduciendo un eco a lo largo del pasillo repleto de taquillas azules. Hay una luz cegadora, pero no proviene de las ventanas sino de pequeños discos en los que no se aprecia ni la más mínima mota de polvo.
Si no fuese por la inquietante ausencia de ruido y el fuerte olor a productos de limpieza, podría pensar que he vuelto a la secundaria, que el muchacho es un profesor y que me está llevando por las laberínticas entrañas de la escuela hacia el despacho del director, a cuenta de alguna travesura en la que me han descubierto. Es una idea extrañamente familiar, tranquilizadora, a la que procuro aferrarme, pero la ausencia de otras presencias humanas lo hace surrealista. Así que decido dejar la mente en blanco mientras, insegura, le sigo el paso.
Mi propósito se evapora en cuanto llegamos a una puerta doble y metálica. Aunque parece pesada, el joven la abate sin esfuerzo, probablemente acostumbrado a abrirla quién sabe cuántas veces al día. Desembocamos en otra serie de pasillos cuajados de taquillas, esta vez rojas, por donde huele a nuevos productos químicos. Adivino un susurro, no más fuerte que el tintineo cristalino de un vaso que choca con otro, y siento que mis órganos se entremezclan unos con otros: los pulmones, el estómago, los intestinos, el cerebro, el corazón… ¡Oh! el corazón parece querer escaparse por mi garganta, en un inútil intento de salvarse –al menos él–, sin importarle a quién dejar atrás agonizando y retorciéndose de dolor. Mis órganos saben que este puede ser su último día de vida. Hay una alta probabilidad de que no vuelvan a tener la oportunidad de realizar sus funciones en una aburrida pero reconfortante rutina. Y si continúan haciéndolo, quién sabe en qué condiciones.
Estoy a punto de dar una orden a mis pies para que se detengan, cuando escucho un estruendo que me devuelve al mundo. Es un sonido seco, fuerte, prolongado, en el exterior del edificio.
—Perdemos terreno –habla por primera vez el joven. Su tranquilidad me resulta más inquietante que el tumulto de sonidos–. Y ellos, munición. La bomba ha sido más débil que las de hace una semana. ¿No le parece?
—¿No le alarma que puedan derribar la clínica? –le pregunto.
—Está bien protegida. Aquí no llegarán, se lo aseguro. No antes de que…
Se queda repentinamente en silencio y me parece ver que dibuja una sonrisa. Si nos encontráramos en otras condiciones, me parecería una sonrisa agradable, incluso tranquilizadora, la sonrisa que un médico le dedicaría a un niño asustado que no deja de llorar en su consulta. Pero no es el caso, pues se me han erizado los vellos de la nuca.
Me lanza una rápida mirada humedeciéndose los labios. Las dudas empiezan a atacar con más intensidad mi mente, y por mucho que procuro abstraerme de ellas, tal y como me dijo el doctor, sé que es inútil.
Aquel hombre, que va ataviado con una bata blanca, se da la vuelta, dándome un susto de muerte, y rebusca en una de las taquillas, que lleva el número 285, el mismo de mi tarjeta. La abre y saca de su interior un camisón verde.
—Esperaré a que te cambies. Si llevas encima algún objeto metálico, será mejor que te lo quites –recita, tendiéndome la prenda, fina y translúcida–. No tardes, por favor; ellos ya están listos.
Asiento con docilidad, pero sólo es una excusa para pasar lo antes posible al lavabo y derrumbarme durante un segundo, solo uno, no más. Echo un último vistazo a mi conciencia, para preguntarle si estoy haciendo lo correcto. Su respuesta es inmediata, clara, concisa: «sí». Está todo decidido, supongo. Entonces, ¿por qué este temblor incontrolable? ¿Por qué esta sensación de incomodidad? ¿Por qué el pálpito de que no va a salir bien?
«Aléjalo todo y respira hondo», musita una vocecita en mi interior cuando me miro al espejo resquebrajado, ya con la túnica puesta. Le hago caso e inspiro profundamente. «Sabes a qué has venido. Cuando salgas de aquí, serás una persona nueva, poderosa, invencible: un arma humana, la única con la capacidad para acabar con esta guerra y devolver la paz al mundo entero. Todo está en tus manos». No puedo hacerlo. Sé que voy a morir o… que me sucederá algo peor. «Si titubeas, vas a permitir el fin del mundo al poner tus instintos irracionales por encima de la inteligencia. Morirás de todas formas, así que, ¿lo vas a hacer con el miedo del cobarde o con la capa del héroe? Tú decides».
Por fin se apagan mis voces. Dejo de apoyarme en el lavamanos y abro la puerta. Debo aprovechar este breve instante de paz mental.
—Ya estoy.
El enfermero levanta la vista de sus papeles. Ni siquiera parpadea ante mi súbita descarga de seguridad, que no sé de dónde me ha brotado.
—Estupendo. Sígueme.
Esta vez no miro alrededor ni tiemblo. Me limito a fijar los ojos en la espalda de mi guía.
¿Quién me iba a decir que las luces de la sala de operaciones sería lo último de lo que iba a tomar conciencia? ¿Cómo iba a saber que unas horas después de terminar el experimento, los cuerpos sin vida de los médicos empezarían a amontonarse a mi paso? ¿Cómo hubiera podido sospechar que escucharía sus últimos gritos de advertencia dirigidos a la nada? ¿Cómo iba a saber que yo saldría a la calle y rugiría de satisfacción, sin tener en cuenta quiénes iban a ser mis víctimas, si tenían familia, si pertenecían a mi bando o al contrario, si les aterrorizaba morir bajo mis armas? Qué más da. Ya es tarde para pensarlo.
Isabel Muñoz, ganadora de la XVI edición del Premio de Excelencia literaria