Saber esperar
En algunos colegios se imparte una educación de la sexualidad centrada en exclusiva en la funcionalidad genital, cómo darse y dar placer, y en el uso de métodos de prevención para evitar, en un futuro más que próximo, las enfermedades venéreas y los embarazos no deseados.
Entre las palabras claves de estos medios de deformación sexual que se imponen en las escuelas, sin que las familias sean sabedoras ni den su previo consentimiento, jamás aparecen términos como estos: saber esperar, continencia, castidad, pudor, fidelidad o pureza. Por eso se oculta también que las relaciones sexuales entre un hombre y una mujer tienen como fines inseparables y naturales el enriquecimiento de su unión y la procreación.
Además, aunque sean fundamentos de derecho natural, el alumnado que no cursa la asignatura de Religión Católica tampoco sabrá que el matrimonio es la unión estable entre un hombre y una mujer, abierta a la vida, y para siempre. Y para que no estén solos en esta ardua y maravillosa aventura, y cuenten con la ayuda inestimable del Espíritu Santo, Dios le imprimió a ese matrimonio natural el carácter sacramental. Y esta capacitación recibida en el colegio les servirá también a estos alumnos para vivir un auténtico noviazgo: un itinerario afectuoso de conocimiento mutuo que se pretende coronar, si se dan las debidas disposiciones y afinidades, con la plena unión en el sacramento del matrimonio.
Los novios aplicados son conscientes de que esta etapa de su vida no tiene carácter perenne, y que por eso mismo no están en las mejores condiciones de traer hijos al mundo, criarlos y educarlos. Por lo tanto, las relaciones sexuales durante el noviazgo serán ilícitas, pues su unión es imperfecta y los novios no se plantean ejercer la paternidad, y se convertirán en unas relaciones íntimas ineludibles cuando se den ese “sí, quiero” que les convertirá en esposos, en marido y mujer.