Combatiendo la estupidez, con silencio
«No hables, a menos que puedas mejorar el silencio» (Jorge Luis Borges)
Hoy quisiéramos reflexionar sobre un asunto que consideramos estrictamente crucial: la necesidad del silencio en un mundo plagado de barullo, voces disonantes y discordantes mezcladas en un caótico tumulto que hace demasiado ruido mientras que no dice nada. Desde la filosofía podemos intentar comprender al silencio como un lugar al que debemos asistir a diario al momento de crearnos una pausa, un momento propicio para la reflexión y la contemplación necesario para el desarrollo del pensamiento crítico que apunte siempre a la búsqueda de una vida digna, libre, auténtica y con sentido real.
Recordemos brevemente que Sócrates enseñaba a sus discípulos que la sabiduría comienza siempre con el reconocimiento de nuestra propia ignorancia mediante la trillada y mal traducida frase tan compartida (y tan poco comprendida) «sólo sé que no sé nada». No se trata de falsa modestia, sino de la normal aceptación del desconocimiento ante el cual se requiere de una preparación, un cultivo de sí, un cuidado y una prudencia intelectual que nos conduzca a acercarnos a aquello que desconocemos.
Por su parte, Martin Heidegger, uno de los filósofos más influyentes del Siglo XX, sostenía que el silencio no es la simple ausencia de ruido, sino un fenómeno fundamental para la revelación del ser en nuestra existencia. Recordemos que en su obra «Ser y tiempo» exploró el concepto de «quedarse callado; callarse» (Schweigen) como actitud crucial del ser humano frente al mundo: el silencio no es la carencia de palabras, sino un modo de ser en el mundo, que nos permite abrirnos a una comprensión más auténtica de la realidad. En ese sentido, el lenguajes no es solo un medio de comunicación, sino que es la casa del ser, el lugar donde se despliega nuestra comprensión tanto del mundo como de nosotros mismos. Dicho despliegue se hace prácticamente imposible en el oscurecimiento permanente que representa el constante parloteo y la charla superficial que llena nuestra vida cotidiana.
Desde un punto de vista ontológico, el silencio sería una forma de reconectar con la esencia del lenguaje mismo, con aquello que se encuentra más allá de las palabras, puesto que allí es donde se puede experimentar la presencia plena del ser, revelándosenos nuestra finitud. Sin el ámbito del silencio no podríamos enfrentarnos a nuestro propio ser-para-la-muerte, es decir, nuestra conciencia de la temporalidad que nos constituye. En otras palabras, más accesibles puesto que el alemán precitado era bastante cabrón para explicar algunas cuestiones, las personas que no se permiten así mismas el don del silencio, ni siquiera saben que están vivas, ni por qué, ni para qué, y tampoco les interesa saberlo, puesto que es en el silencio donde uno se acerca a un ápice de trascendencia mediante la autenticidad propia del pensar que escucha, y luego pregunta, en lugar del necio que nunca pregunta porque cree tener todas las respuestas.
Sin esta práctica habitual de reflexión introspectiva, es imposible siquiera considerar la posibilidad de que un ser humano pueda comprender mínimamente lo que sucede en sí mismo y en el mundo que le rodea y mucho menos en un contexto en el que la «información» es bombardeada permanentemente de forma abrumadora en cuanto que estamos atravesados por el reinado de la era de la opinión instantánea, vacía, carente de argumentos válidos y certeros que no hacen más que favorecer la producción en masa de noticias falsas y difamaciones gratuitas al alcance de todos. Como pueden ver, apreciados lectores, el silencio es mucho más que la ausencia de sonido puesto que se trata de un contrapeso necesario para separar «lo que se dice» de «lo que es» (básicamente eso se llama discernimiento, y escasea tenebrosamente cada vez más). Discernir entre lo que merece la pena de ser considerado «relevante» de aquello que es trivial e innecesario es un acto del pensamiento que sólo puede darse en el ámbito silencioso de un pensamiento crítico que se aparta del bullicio provocado, generalmente, para causar manipulación y desinformación.
¿No les ha sucedido acaso, en la vida cotidiana, que parece que todos hablan a la vez y nadie escucha a nadie, al mismo tiempo que todos quieren ser escuchados pasivamente? Ni siquiera estamos hablando aquí de un «diálogo», no, porque en ese caso es necesario que los interlocutores respondan en función de lo que «el otro» afirmó previamente. No, ésto es más absurdo: a nadie parece importarle la proposición completa que sale de nuestra boca (o, en mi caso, de mi pluma) para hacer uso de la palabra cuando llegue «su turno», con suerte, puesto que también es moneda corriente ver interminables interrupciones que tornan absurdas e incongruentes (e inconducentes) la mayoría de las conversaciones habituales.
Pues bien, este bien preciado y abandonado llamado silencio nos invita a detenernos, a desconectarnos provisoriamente del ruido externo e innecesario, para sintonizarnos con la voz propia del pensamiento. Darnos el lugar de estar en silencio nos brinda la oportunidad de explorar nuestras emociones, nuestras ideas, nuestras convicciones más profundas y analizar en ellas su coherencia con la práctica. Una persona que se permite así misma pensar, puede ser consciente de sus inconsistencias para luego, si quiere, cambiarlas. Lo que estamos anunciando aquí es bastante sencillo: sin silencio, no hay reflexión. Sin reflexión, no hay autocrítica. Sin autocrítica, no hay honestidad intelectual. Sin honestidad intelectual, es imposible ser una persona socialmente sensata. Siendo unos cretinos que nos creemos nuestras propias mentiras por falta de reflexión e introspección, no estamos siendo otra cosa que aparatos funcionales a un modo de vida enfermizo y esclavizante, en el cual nadie está dispuesto a hacer nada por nadie justamente porque resulta in-comprensible cualquier situación ajena a la nuestra.
Parece ser que el temor al silencio es tan grande que muchas personas optan por intentar reflexionar solamente mediante las píldoras de placebo inútil de la auto-ayuda y todas sus manifestaciones editoriales. No importa cuán profundo suene el coach espiritual que estés viendo, leyendo y escuchando, si antes tú no te has tomado el trabajo y el coraje de escucharte a ti mismo en un profundo silencio. Ahora bien, no se trata solamente de un refugio personal e individual, sino también un ámbito de encuentro con los demás: la quietud compartida permite encontrar la posibilidad de comunicación más auténtica y profunda en la que las palabras se transforman en algo superfluo mientras que las miradas y los gestos adquieren un significado más trascendente y honesto: quien logre tener un vínculo en el cuál no siempre es necesario hablar para comunicar, siéntase un privilegiado, justamente porque el ruido es basura que llena espacios vacíos y disfraza y oculta aquello que merece la pena ser revelado.
Siempre hemos sostenido lo incongruente que resulta que, en el mundo del discurso hegemónico de un supuesto pluralismo generalizado, parece ser que estamos más divididos y atomizados que nunca. Bueno, en ese contexto el silencio siempre se puede interpretar como un puente que pueda unirnos en lo que queda de humanidad compartida, puesto que nos recuerda que más allá de las banales diferencias que nos separan, todos compartimos la necesidad de ser verdaderamente escuchados, comprendidos y valorados en nuestro ser más profundo, siempre y cuando no seamos unos cretinos egocéntricos que abusemos de semejante acto de amor que representa el querer comprendernos los unos a los otros.
No sé si es urgente, pero sí es necesario que aprendamos a cultivar el silencio en nuestra vida cotidiana: reservar momentos de calma y quietud en medio del frenesí de una vida que se muestra permanentemente agitada para ocultar su vacío, desconectarnos del bombardeo de opiniones previamente masticadas y diseñadas por la opinión pública y encontrar espacios y personas con las que podamos escuchar nuestra propia voz y la de los demás, sin la interferencia de influencias direccionadas desde el ruido externo. Visto así, el silencio no debe ser considerado un hueco que deba rellenarse con parloteo innecesario, sino como un espacio fértil en el que seguramente germinarán las semillas del pensamiento, la introspección y la empatía real que permite que nos relacionemos de una manera más honesta y humana posible. Vivimos justamente, en un mundo que está famélico de comprensión, empatía y sabiduría pero que no clama por ellas, sino que calla cuando es necesario alzar la voz y grita estupideces al son de una existencia cada vez menos plena y significativa. Así nos va…
«Quien no se soporte a sí mismo en su silencio,
difícilmente sea soportable por otros al momento de abrir la boca»