La fuerza de la palabra
La experiencia intransferible de comprender algo en un aula no brota de forma natural o espontánea, se adquiere gracias al trabajo de un maestro que disfruta con la transmisión del conocimiento. Massimo Recalcati nos habla de la posibilidad de transformar los objetos del saber en objetos de deseo, hacer del conocimiento un objeto erotizado en condiciones de estimular, de atraer, de poner en movimiento al alumno. “Saber no significa solamente potenciar la propia instrucción, sino también y por encima de todo aprender a abrirse a la apertura del deseo, abrirse a través de esta apertura a otros mundos respecto de los ya conocidos” (La hora de clase, por una erótica de la enseñanza, Anagrama, 2016). El alumno se percata enseguida de dónde reside la belleza y considera como algo digno de respeto todo aquello que se le transmita con convicción.
Esta apertura ha quedado hoy circunscrita a lo situacional y adaptativo, a lo contextual, espacios de referencia en los que no siempre se dan las condiciones necesarias para una idónea transmisión: la lentitud, la soledad y la concentración. Pascal lo dejó dicho: “Si se consigue estar sentado en una silla, en silencio y a solas, en una habitación, es que se ha recibido una buena educación”. Las dinámicas escolares del presente demandan por contra la figura activa de un alumno en movimiento hacendoso, motor de acción en la línea de sus propios intereses.
Por otra parte, el dominio cultural atesorado por las clases privilegiadas a lo largo de la historia ha llevado a pensar que el propio saber ocultaba un instrumento de control del que había que distanciarse en beneficio de la cultura proletaria o popular como vía hegemónica (el propio entorno). La dificultad, la memoria y el esfuerzo quedaron devaluados como trampas pequeñoburguesas que era necesario desactivar a través del juego, la relajación de los límites o una visión de vida basada en la inteligencia emocional y el pensamiento relativista. Sin embargo, y aunque los alumnos no entiendan al principio, es mejor siempre tratar de ir un poco más lejos, vislumbrar la posibilidad cierta y futura de entender. “Con el rasante igualitario –afirmaba George Steiner–, mediante la falsa democracia de la mediocridad, matamos en los niños la posibilidad de sobrepasar sus limitaciones sociales, domésticas, personales, e incluso físicas” (Elogio de la transmisión, Siruela, 2005).
Es difícil por ejemplo trabajar la lectoescritura como herramienta principal del pensamiento si todo queda vertebrado en torno al dinamismo motivador, a la novedad cambiante y el activismo metodológico. La enseñanza así orientada aminora las posibilidades de experimentar el deseo de seguir aprendiendo, indagando, seducidos por los juegos de la razón, del lenguaje, la belleza de las formas lógicas, el sentido profundo y conmovedor de las cosas.
Las situaciones de aprendizaje relacionadas con las vidas cotidianas de los alumnos no son saberes proclives a la transmisión, no son evocadores ni memorables. Su función es la de fomentar ciertos métodos pedagógicos para el ejercicio y el desarrollo de determinadas destrezas conductuales. En contra de lo que pudiera pensarse, la escuela actual no busca –desde un punto de vista moral e ideológico– configurar la mentalidad de los alumnos inculcando unos contenidos y unos valores en detrimento de otros. Actúa más bien en nombre de una pedagogía neoliberal que reduce la escuela a una empresa que tiene como objetivo producir habilidades eficientes y adecuadas para su propio sistema: la flexibilidad y la adaptación, la apertura al cambio constante y la novedad, el movimiento continuo, la hiperactividad excitante, habilidades todas ellas demandadas por la llamada sociedad del siglo XXI.
El maestro, como nos dice Recalcati, sólo podrá serlo en la medida en que mantenga despierto en el alumno el deseo de aprender. La palabra transmitida en la clase concentra y atrae todo un mundo de expectativas y posibilidades abiertas. “A eso es a lo que personalmente aspiro cada vez que me hallo en un aula: a mantener despiertos a quienes me escuchan, a evitar que su cabeza caiga en estado de coma sobre el pupitre, a provocar despertares, a que se sienta la fuerza de la palabra”.