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Dossier Espacio para el análisis y la reflexión

Caverna digital

"Lo virtual comienza ya a suplantar las propias vivencias personales, incluso a la realidad misma, siendo difícil distinguir lo que realmente es de aquello que es solamente el fruto de una experiencia recreada", afirma el autor de este artículo.
Carlos MarchenaMartes, 30 de abril de 2024
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© Grandfailure

“El mundo se está convirtiendo en una caverna, igual que la de Platón: todos mirando imágenes y creyendo que son la realidad”. J. Saramago, 2001.

El mito de la caverna constituye un clásico de la filosofía occidental que, con acertada intuición el premio nobel de literatura José Saramago, nos lo recordó al inicio del nuevo siglo; aunque quizás le faltó añadir expresamente el término digital.

Lo virtual comienza ya a suplantar las propias vivencias personales, incluso a la realidad misma, siendo difícil distinguir lo que realmente es de aquello que es solamente el fruto de una experiencia recreada, llegando incluso a desafiar a nuestra propia inteligencia con el creciente auge de un “cerebro artificial” que almacena y procesa una base de datos de dimensiones extraordinarias.

La pandemia recientemente padecida ha provocado la aceleración de este proceso, irreversible, de digitalización de los distintos ámbitos de nuestras sociedades actuales. Obviamente, la educación no podía permanecer al margen, dejándose contagiar por esta fiebre tecnológica, tanto en la esfera conceptual como en la práctica, incorporando o permitiendo todo tipo de dispositivos en los centros formativos. Había llegado el momento de dar ese paso de gigante que suponía la modernización de la educación, a través de esa identificación social

Pero todos los procesos febriles tienen unos efectos no deseados afectando, en este caso, a toda la estructura educativa. La pregunta surge como un automatismo ¿Qué ha pasado con este proceso convulsivo de transformación? ¿En qué punto nos encontramos?

Posiblemente, en el lado opuesto donde muchos profetas educativos habían imaginado. Se encargaron de buscar poderosos argumentos, como la denominada brecha digital, para acelerar el tránsito a un andamiaje educativo cuya modernización y cambio pasaba por generar una competencia digital que todo lo impregnase.

Nuevamente se cayeron en errores pasados, como concebir el proceso educativo de manera lineal o despreciar las inercias internas de los centros educativos a neutralizar los cambios. No solo era cuestión de formación del profesorado o de una conectividad más eficiente, ambas cosas también, sino de modificar toda una cultura escolar basada en el uso del papel, con planteamientos didácticos tradicionales y con procesos de evaluación sustentados sobre planteamientos rígidos tendentes a comprobar la adquisición de contenidos de carácter conceptual y, en menor medida, procedimentales. Todo ello, por supuesto, a través de la realización de registros puntuales sobre esos conocimientos (exámenes).

El punto de inflexión de la pandemia convirtió, sin duda alguna, en una necesidad lo que hasta el momento había sido una acción complementaria, de marcado carácter visual: el uso de las tecnologías al servicio de la educación.  En la gran mayoría de los casos, se trataba de un elemento ornamental con el que acompañar esos modelos anquilosados de entender el proceso de enseñanza-aprendizaje, donde sigue el docente ocupando un papel fundamental como transmisor de conocimientos y no como creador de situaciones de aprendizaje donde poner a prueba las capacidades, destrezas y conocimientos del alumnado.

Superada esa necesidad, a través de la presencialidad de los discentes en las aulas y que nunca fue realmente aprehendida por el profesorado, su efervescencia se fue disipando hasta volver a la normalidad; es decir, a lo que ya se venía haciendo. Es cierto que un número importante de docentes descubrieron nuevas posibilidades en estos planteamientos digitales y que, de manera más o menos efectiva, los incorporaron a sus rutinas diarias, pero sin provocar un cuestionamiento del para qué de estos cambios. La normalidad social, tras la crisis sanitaria mundial, se recuperaba y, con ella, la de las instituciones educativas. No habían calado tan en profundidad todos aquellos buenos propósitos que colectiva e individualmente se habían planteado.

Desde distintos sectores empresariales, esencialmente del ámbito editorial, se apostó por realizar fuertes inversiones en proporcionar unos materiales digitales cuya calidad y versatilidad permitiesen al profesorado personalizar su oferta educativa, dotarla de múltiples recursos que no limitasen las fronteras impuestas por el formato papel, añadiéndole el atributo de la trazabilidad para garantizar un mejor seguimiento del alumnado e iniciando el camino hacia la atención a la diversidad de un modo práctico; es decir, individualizando los procesos de aprendizaje. Todo ello parece haberse quedado reducido a imágenes en pantallas interactivas utilizadas como soportes de proyección en las aulas.

Estos esfuerzos empresariales, siempre interesados, aunque procedan del ámbito cultural, han sido menos nocivos que otros procedentes de las gigantes empresas tecnológicas de la información que no dudaron en crear/potenciar sus worspace for education; es decir, plataformas de trabajo educativo interactivo, con la clara intención de acaparar el negocio curricular de la educación. Rápidamente, las administraciones educativas apremiadas por las urgencias y carentes de un ejercicio de reflexión prospectiva, se pusieron en sus manos; o, mejor dicho, nos pusieron a todos en sus manos sin plantearse el uso adecuado o no de ese universo inmenso de información comercial que supone nuestro sistema educativo. Todo ello sin mencionar otras cuestiones de carácter ético en su contratación o control.

A todo ello se le vino a sumar una serie de investigaciones, los resultados de las evaluaciones externas y el inicio de un movimiento de opinión pública, que ponían en cuestionamiento las bondades de los excesos digitales en los que se ha incurrido. No parecía que la cuestión estuviese lo suficientemente clara, habiéndose pasado por alto algunos efectos colaterales no deseados.

Este optimismo pedagógico desenfrenado, esos discursos grandilocuentes en favor de ir al  ritmo de una tecnología en continuo cambio, esa necesidad de modernizar las escuelas con todo un repertorio de aparataje en sus ultimísimas versiones, acompañados de sus correspondientes software, esos visionarios que suelen habitar a la sombra de los centros educativos (moradores de las cavernas del saber), y que en bastantes casos encontraron una fuente donde satisfacer sus egolatrías profesionales y proporcionarse una fuente de ingresos económicos interesantes, no parecen ahora  pronunciarse en pro de este dogma largamente alimentado que encontró su momento álgido coincidiendo con un desgraciado acontecimiento de índole sanitaria. En la misma línea se sitúan las distintas administraciones educativas que se dejaron guiar por la inmediatez de los acontecimientos, sin un ejercicio de reflexión crítica que estableciera unas bases duraderas de actuación para el futuro. Futuro incierto, sin duda, pero al cual es necesario encontrar estrategias de anticipación. La ley del péndulo, que va oscilando de un extremo a otro, no puede ser el método a seguir. Con demasiada frecuencia se polarizan las cuestiones, no llegando a conclusiones válidas y despojadas de intereses.

¿Qué podemos aprender del camino hasta ahora andado? ¿Qué referentes debemos seguir para no permanecer más tiempo en el mundo de las sombras platónicas?

Posiblemente puedan tener cabida múltiples apreciaciones y matices en cuanto al devenir de todo lo relativo al ámbito digital en los centros educativos. A buen seguro que las opiniones serán tantas como interlocutores interviniesen en este debate. Pero no es cuestión de entrar en detalles, sino de abordar el fondo de la cuestión.

Lo digital, en el sentido amplio del término, constituye una nueva estrategia de comunicación y, por tanto, de interacción en las sociedades actuales, que abarca a todos los ámbitos del ser humano. Supone una revolución de tal alcance que ya ha comenzado a definir un nuevo modelo de organización social, que va más allá de los dispositivos tecnológicos que le sirven como canal para su materialización. Es un hito de tal magnitud que podemos equipararlo a la invención de la escritura. Nada se concibe ya sin las nuevas unidades de medida digital.

Como consecuencia de ello, nunca la información, como fuente originaria de conocimiento, ha estado más próxima y actualizada, nunca ha sido tan amplia que se convierta en inabarcable y nunca ha estado sometida a tanta manipulación por parte de cualquiera como ahora. Como en otros campos de la ciencia, la ética ha tenido que entrar a mediar por los conflictos generados en torno a sus intereses no deseados, su uso y abuso, así como la inexistente neutralidad que proclama.

No es necesario insistir en las denominadas fake news, noticias falsas. Estamos expuestos, de manera permanente e intencionada, a ser objeto de engaños informativos que contribuyan a todo tipo de manipulaciones, desde las destinadas a condicionar nuestros hábitos de consumo hasta regular nuestra manera de pensar y actuar.

Por tanto, la competencial digital va más allá de la capacidad para desenvolverse en determinadas plataformas, de usar adecuadamente/adaptarse a una serie de programas informáticos o conocer con mayor profundidad las funcionalidades que nos proporcionan determinadas herramientas digitales.

La competencia digital así entendida se adquiere por contagio, por el uso obligado que, en forma de aplicaciones de todo tipo, nos organizan y condicionan nuestro quehacer diario en cualquier esfera de nuestras vidas. La clave es poner límites, cuestionar lo que ya viene dado, dejar de engullir todo lo que adopta formato de pantalla y se accede a través de una conexión en internet. Tener la capacidad de salir a comprobar/experimentar, de manera directa, las “píldoras” de información que se nos suministran y no recrearse en un mundo de pseudorealidades y conclusiones manipuladas.

Las destrezas digitales consisten, no solamente en saber desenvolverse en ese mundo de datos y situaciones virtuales, también debe incluir el tener la capacidad de poder seguir teniendo experiencias completamente analógicas, desprenderse de ese cristal traslúcido que todo lo desdibuja, ver y pensar en primera persona, en definitiva, no ser 360 grados digital.

Carlos Marchena es inspector central de Educación.

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