El patio de vecinos
Tengo por costumbre leer el periódico de manera meticulosa, es decir, sin saltarme apenas ninguna palabra. Esta mañana una página captó mi atención más de la cuenta. En ese momento pensé que pasar las páginas del periódico es algo parecido a lo que estaba convirtiendo mis días: una simple rutina que solo se ve fracturada cuando algo me sorprende.
Fue una frase impresa la que me hizo viajar treinta años atrás. Recuerdo un día de noviembre en el que fuimos, todos juntos –mi mujer y mis hijos–, a visitar las ermitas. Mi memoria selectiva y algo limitada por la edad desdibuja muchos detalles, olvida datos, fechas… pero alimenta en mi corazón otras vivencias que le dan sentido a mi vida para no morir sepultado en la soledad que supuran las paredes de este piso.
Aún veo la espesura que rodeaba las ermitas, la humedad en el ambiente y la luz sobre las paredes calizas. Había jaculatorias y salmos escritos sobre los muros de las capillas. Una de ellas es la que he visto reproducida en el periódico: «Como me ves, te verás».
La corriente de aire frío y el silencio del pasillo me han devuelto a la realidad. Este gélido noviembre me ha zarandeado desde las primeras horas de la madrugada, obligándome a abrir el ojo antes que de costumbre. Por si fuera poco, el maldito cuco del salón gritaba las horas de tal manera que no tuve más remedio que salir de la cama.
A mis noventa y tres años nunca he creído en los días ociosos ni en las polillas hambrientas que roen todo lo que encuentran a su paso. Pero hay momentos en los que el silencio y la soledad duelen más que cualquier enfermedad que pueda sufrir un viejo como yo. Haberme convertido en viudo me ha enseñado que una buena rutina es el mejor antídoto para ahuyentar a la carcoma que confunde a un pobre anciano que solo espera a que la muerte aporree su puerta.
Verme aposentado en mi sillón me hace albergar la idea de que pronto seré un retrato en la repisa de cualquier familiar. De reojo miro las fotos enmarcadas de mis hijos y nietos, con el propósito de esquivar este vivir sin compañía, que tanto me atormenta desde que ella se fue. Es una soledad consentida, porqué no me he atrevido a llenar el hueco que mi esposa me dejó con nada ni con nadie. La memoria de sus ojos negros, de su sonrisa y su porte evaporan las sombras.
El calendario se empeña en recordarme que me queda un día menos para verla. A menudo repaso en él los cumpleaños de mis hijos, nietos, consuegros… consciente de que la vida se me va. Quizás, consultar el almanaque frena la prisa que a veces tengo por morirme, por llegar a ese patio de vecinos alborotados que debe ser la otra vida.
¡Quién me ha visto y quién me ve!. El bastón, la dentadura, el pastillero… son cosas de viejos, ahora imprescindibles para mí. ¿Dónde se han quedado aquellos años en los que llegaba a casa con el hatillo de la mili para encontrarme con mi mujer y mis hijos? ¿Dónde las tardes en el pueblo, que no sabían de horas, en las que vivía para ella?
Salir a pasear me ayuda a sacudirme estos pensamientos que me paralizan el cuerpo y el corazón. Estiro las piernas con sus dolores, que me calan hasta los huesos. Cuántas veces la queja se apodera de mí y me vuelve frío, cascarrabias, cómo esos ancianos que pasean sin rumbo por las calles.
La frase del periódico me ha trazado la ruta de hoy. Nada más surcar la puerta, me asombra el revuelo en el ”patio de vecinos”. Necesito saber qué sucede, conocer los nombres de sus habitantes, detenerme ante los cipreses sabios. Se ha formado un revuelo en medio de este silencio frío y húmedo, camuflado por los centenares de ramos de flores que esta semana cubren las lápidas. Avanzo por la calle central. A derecha e izquierda reconozco a mis compañeros de la escuela, al médico de familia, al chico del taller, al marido de la Encarni, a mi padre… Decidido sigo adelante, hasta que en la calle Pablo de Tarso me detengo. El bastón me devuelve la vitalidad que he perdido por el camino, y con paso seguro y ánimo renovado voy recuperando el aliento. Me detengo, respiro hondo y presiento que me miran. Son sus ojos negros, en los que me reconozco y con los que mi corazón vuelve a sentirse joven. Una página del diario me ha devuelto esa mirada que durante años me dio vida, y que ahora me sostiene desde el recuerdo.
Siempre que vengo a ver a mi mujer, tengo presente esa sentencia que estaba cerca de una calavera: «Cómo me ves, te verás». Y hay días que ansío verme así, muerto, porqué eso significará que estoy con ella. No me asusta pasar de su mano al patio de vecinos, en donde la tomaré por la cintura para bailar el pasodoble que la vida nos arrebató. Le cantaré sevillanas y la miraré de frente, para recibir su mirada.
Carraspeo y me coloco el sombrero para volver a la realidad: sigo solo en medio de este lugar, en donde sus habitantes no dicen una sola palabra. Carmen, Carmen, Carmen…
Ester Torres, ganadora de la V edición de www.excelencialiteraria.com