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La plaza del Ayuntamiento

Alejandro CaicedoMartes, 2 de abril de 2024
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© Helena García

A eso de las diez y cuarto salimos del apartamento que yo había alquilado para pasar el fin de semana. La reserva que teníamos para cenar con mis amigos era a las diez y media. El mapa del teléfono marcaba más de veinte minutos si íbamos andando, pero resolví que valdría la pena el paseo. Me avergonzó un poco admitir que iba a necesitar la ayuda de Google Maps para llegar, pero ella comprendió que los siete años que me separan del último día que viví en Valencia habrían pasado factura a cualquiera. Además, viví en un pueblo que está en el interior, le quise aclarar, así que apenas me acerqué de visita a la capital hasta que cumplí los dieciséis.

–No me importa dar un paseo –me respondió con una media sonrisa–. Me está gustando mucho tu ciudad –añadió, sabiendo bien lo que hacía.

Nada más salir del apartamento nos encontramos los cines Lys. Le dije que no era la sala que más había frecuentado, pero que tenía un buen recuerdo de un sábado en el que vi El Hombre de las mil caras en sesión de cinco de la tarde.

–¿Quién te acompañó?

Le mentí, porque no me acordaba.

Cuando llegamos a la esquina de Roger de Lauria con Colón, le señalé El Corte Inglés y le conté la vez que me encontré allí a David Villa. Ella no sabía quién era.

–¿Qué compró tu madre ese día?

–Ropa de cama… o una vajilla –le respondí, pues a mi madre le encantaban ese tipo de productos.

Después me pidió una descripción de mi casa en Valencia. Hice un recorrido mental, que me costó más de lo que creía. Le hablé del portón blanco y automático, y de la piscina en forma de gafas Ray–Ban. Le hablé de las cuatro reformas que había hecho mi madre. También de mi habitación, que tenía vistas al portón blanco. Y del cuarto de mi hermana, que tenía vistas a Ribarroja.

–Un amigo me dijo que pasó por allí el otro día, y que tenía en una ventana el cartel de “Se vende”. Me pasó una foto, pero como la sacó desde el coche el número del teléfono no se ve bien.

–Podríamos acercarnos mañana –se le ocurrió–. Llamamos muy pronto y hablo yo: «Hola –se puso la mano, curvada en forma de teléfono, en el oído derecho–. Sí, habla con nosequién de nosecuántos. Somos una pareja estable, casi casados. Ambos tenemos veinticinco años, y cada uno trae sus cuatro avales, cómo Dios manda. Oiga, pues claro que sí. ¿Con quién se cree que está hablando? A mí me habían dicho que en esa zona de Valencia vive gente de buen gusto. Yo, arquitecto. Él es guionista. Pero no se vaya a pensar, eh…, uno muy bueno. Y a mí, hasta ahora no se me ha caído ninguna construcción. Nada, no se preocupe. Nos suele pasar. ¿Hoy? Nos vendría genial. Lo único, tendría que ser a las dos o a las tres de la tarde porque solo estamos por aquí un par de días y tenemos muchas otras casas que ver. Ahora, no se desanime por la competencia; ninguna de las que hemos visitado tiene un portón blanco y automático tan bonito».

Cuando acabó su simulacro de compra, habíamos llegado al antiguo cauce del Turia.

–Ya nos queda poco –le aseguré mientras pasábamos por el puente de Aragón que tantas veces yo había cruzado, aunque nunca a pie.

Uno de mis amigos me telefoneó para saber por dónde íbamos. Le dije que nos quedaban menos de cinco minutos, pero según Google Maps eran diez. Ella se puso profunda: habíamos hecho el recorrido de la mano, pero a la altura del busto de Simón Bolívar decidió soltarme. En ese momento quiso que se la volviese a dar. Se la entrelacé encantado. Entonces me dijo que hace cuatro años yo hablaba mucho más.

–Yo creo que eres tú la que habla más ahora –le respondí.

Me miró directamente a los ojos por primera vez en todo el recorrido. Me dijo que se alegraba mucho de volver a verme y también de que le presentase a mis amigos de la infancia. Me dijo también que recordaba una conversación sobre la pérdida, que mantuvimos en aquella época cuando nos conocimos.

–Habíamos quedado en el café al que llevas a todas.

–Y a todos; llevo allí a todo el mundo.

–Cuando llegué, tenías los cascos puestos y lo primero que hice fue preguntarte qué estabas escuchando. Me enseñaste la pantalla. Era Someone Great, de los LCD Soundsystem. ¿Te acuerdas?

Me acordaba. Le hablé de la letra de la canción con el entusiasmo con el que hablo de todo lo que de verdad me interesa. Sacó su móvil y la escuchamos con un auricular cada uno. Ella dijo que le dije cosas muy interesantes sobre aquel tema musical. Yo recordé haberle dicho cosas que leí o escuché en otro lugar. De pronto nos encontramos con la puerta del restaurante. El grupo estaba sentado en una mesa; algunos habían acabado su primera cerveza. Les saludé desde fuera y entramos.

La conversación giró alrededor de los que estaban buscando un piso y los que ya habían comprado una casa para reformar. Uno de mis mejores amigos acababa de adquirir un chalet que está al lado de una central eléctrica, e hicimos varias bromas que ella no entendió o que no le hicieron gracia. Cuando acabamos de cenar, ninguno se puso de acuerdo de dónde y cómo continuar el plan. Nosotros decidimos volver al apartamento. Le pregunté si quería ir caminando y negó con la cabeza. Avanzamos hasta la avenida del Puerto y allí nos subimos a un taxi. El conductor, que debía tener unos cincuenta y tantos, bajó el volumen de la emisora y nos preguntó por nuestro destino. Se lo indiqué y asintió con la cabeza, al tiempo que arrancaba y subía de nuevo el volumen de la radio. En la emisora sonaban los últimos treinta segundos de Inoculated City, de los Clash. Por su mutismo, pensé que ella no me daría la mano más, pero en cuanto el taxi emprendió la marcha me cogió la izquierda con ambas manos. La miré. Noté que estaba angustiada por algo. Supuse que tenía ganas de compartirlo conmigo.

–Qué lejos estoy de todos esos planes de los que hablaban tus amigos. Creo que tendría que ahorrar veinticinco años más para poder pagar la entrada de un piso.

–Yo también lo estoy.

–¿Tú? Si estás mirando casas en Barcelona. Se lo has dicho a ellos.

No hablé más. Ella tampoco.

Cuando las luces de la calle Colón iluminaron el taxi, la volví a mirar. Me devolvió la mirada y, cansada, apoyó la cabeza en la ventanilla del taxi. Me dijo que aún no había tenido tiempo de contarme ni un cuarto de lo que le había pasado a lo largo de su vida. Lo soltó con un tono que me pareció excesivamente pesimista. Me puse a pensar en las posibles causas de nuestro primer fracaso: ¿Es que yo era demasiado joven? ¿O igual lo era ella? Lo descarté, pues solo nos llevamos unos meses. Entonces pensé que ella, igual, no había conseguido olvidar a algún nombre de su agenda, del que no le había dado tiempo a hablarme, o que, igual, se aburría porque yo hablo demasiado de cine y de fútbol, ya que no sé una palabra de nada más. También podía ser porque la gente de Barcelona está harta de los chavales y chavalas que se mudan a su ciudad y se creen Hemingway en París. Consideré que no le importaría que le preguntara por todo eso, para aclarar mis dudas, pero en ese instante me apretó la mano antes de soltarla. No me dijo nada; tampoco hacía falta. Me sonrió satisfecha y yo le devolví la sonrisa.

Llegamos a la plaza del Ayuntamiento y nos bajamos del coche. El taxista, que había desarrollado un oído súper poderoso, me deseó suerte después de que le dijera que no hacía falta copia del recibo.

–¿Crees que he cambiado mucho desde la última vez?–le pregunté sin miedo en cuanto dimos el primer paso.

–Sí; sabes más de la pérdida –me miró y no quise devolverle la mirada–. Y tú… ¿crees que yo he cambiado?

–Claro –me quedé unos segundos en silencio antes de hacer una broma que en mi cabeza sonó genial–. Es más fácil traerte a Valencia un fin de semana que salir contigo a tomar un café en Barcelona.

Soltó una carcajada y me agarró cariñosamente del brazo derecho.

–Ya veremos cuánto cambiamos de aquí a mañana –concluyó mientras buscaba las llaves en el bolso.

Alejandro Caicedo, ganador de la XII edición de www.excelencialiteraria.com

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