Pequeño vals vienés
Noté cómo el ambiente iba cambiando conforme avanzábamos por el sendero. Aquel cielo perfectamente azul había desaparecido. Las ramas de los árboles nos encerraban en un barranco con miles de cuerpos bajo nuestros pies. Fue entonces cuando entendí lo que significa el “aire denso” de los libros. Había notado el cambio, que me lo confirmó las alas de un pajarraco que pasó junto a mi rostro. El barranco de Víznar seguía vivo. Más bien, los muertos enterrados en él seguían vivos.
El espacio se iba reduciendo. Reparé en que de muchos troncos habían colgado imágenes de las víctimas de la Guerra Civil, junto a unas cuantas frases que resumían sus vidas. Hasta aquel momento, los números habían sido para mí eso, números, pero entonces les puse cara a quienes sufrieron la crueldad de la lucha armada por el control de un país que debe olvidar los actos inhumanos cometidos por ambos bandos. Después vimos estructuras blancas con las que cubrían las excavaciones para la exhumación de algunos cuerpos que, seguramente, habían quedado reducidos a cientos de huesos. La urgencia por abandonar aquel lugar recorrió cada uno de mis nervios.
Ninguno de nosotros fue capaz de mantener la compostura ni de reflejar tranquilidad, pues se había roto el silencio que nos acompañó por el sendero. La voz del hombre de ojos azules que conocí poco tiempo atrás, se abrió paso entre tantas sacudidas. Entonó “Pequeño vals vienés”, y conforme cantaba las lágrimas comenzaron a humedecer nuestras facciones. Al dejarnos envolver por aquella maravillosa interpretación, sentí que nos encontrábamos en medio de un torbellino de emociones que danzaban, cada vez más acompasadas, al ritmo del vals. Nunca había escuchado una canción tan bonita ni había imaginado que una música pudiese causarme tanta turbación.
Desde que había puesto un pie en aquel lugar, supe que la tristeza por todos aquellos que fueron sepultados bajo montones de tierra, como animales, no había sido enterrada con ellos, que se hicieron notar porque tenían que contarnos su historia.
Cerré los ojos para concentrarme en los mensajes ocultos tras los versos de aquellas estrofas, en las que cada juego poético dejaba entrever la amargura de la muerte, “de una muerte para piano” y el dolor de lo inevitable:
“Porque te quiero, te quiero, amor mío,
En el desván donde juegan los niños”.
La manera en que las palabras se deslizaban por sus labios fue lo más estremecedor de todo. No era una canción, era una historia que aquella tarde halló en él a su portavoz, y en nosotros a sus más fieles admiradores.
Cuando la última palabra abandonó su garganta, volví a abrir los ojos y me topé con las miradas perdidas de mis amigos. En búsqueda de un consuelo común nos fundimos en un abrazo. Sentí que nuestros corazones latían desbocados, confundidos, desorientados… Anhelamos encontrar refugio los unos en los otros.
Lo que para mí había sido siempre un poeta más de la Generación del 27, se había convertido en Federico García Lorca, vivo. Entendí que no se debe subestimar un vals muerto en vida.
María del Carmen García Lea, ganadora de la XIX edición www.excelencialiteraria.com