Promocionando una educación que inspire al enseñar
«No puedo enseñar nada a nadie. Solo puedo hacerles pensar» (Sócrates).
Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un asunto que entusiasma mientras angustia, a saber, la valoración del rol del docente desde un punto de vista estrictamente emancipador. Intentaremos pensar este asunto a partir del proverbio “Carpe diem!” o “aprovecha el día” (traducido comúnmente también como “aprovecha el momento”) de una manera más auténtica y menos vulgar, a los fines prácticos de intentar comprender el verdadero sentido del acto educativo.
La oda completa de donde proviene el lema precitado es de Horacio, un poeta romano que vivió entre el 65 a.C y el 8 a.C y forma parte de su colección “Carmina” (Odas), específicamente la frase que aparece en la 1.11, dirigida a Leucónoe, que puede ser interpretada como un personaje simbólico, representando a cualquier persona a quien el poeta quiere inspirar o dar consejo:
“No preguntes —es un sacrilegio saberlo— qué fin nos han dado a ti y a mí los dioses, Leucónoe, ni intentes los cálculos babilonios. ¡Qué mejor es aceptar lo que vendrá! Ya sea que Júpiter nos haya concedido más inviernos o el último, que ahora debilita con sus rocas opuestas el mar Tirreno. Sé sabia, filtra tus vinos y acorta la larga esperanza. Mientras hablamos, el tiempo envidioso habrá huido: aprovecha el día, confiando lo menos posible en el mañana”
Específicamente en su poesía, es común que encontremos nombres de mujeres que funcionan como figuras literarias más que personajes específicos con una historia concreta detallada. El consejo de aprovechar el día, en este contexto, se refiere a ella como una manera de involucrar al lector o al oyente en una reflexión estrictamente filosófica personal sobre la vida y el tiempo: debemos dejar de obsesionarnos por la previsión de un futuro incierto utilizando cálculos (en el caso del poema, “babilónicos”, o sea, astrológicos) y predisponernos a aceptar “lo que vendrá”, ya sea en abundancia o precariedad. El mensaje principal es no vivir como un idiota, sino sabiamente, disfrutando de un presente que no tiene precio sin dejarnos someter por los torturantes augurios de un mañana incierto. Leucónoe, por lo tanto, hoy, es Ud., mi amado y fiel lector.
Seguramente muchos de vosotros habéis conocido este lema tan poderoso de Horacio mediante su utilización en el film El club de los poetas muertos (1989), en el cual se entrelaza el asunto de la finitud precedentemente explicado con un poema de Walt Whitman, titulado “Oh Captain! My Captain” (“¡Oh Capitán, mi capitán!”) mediante un majestuoso acto de pedagogía por parte del personaje John Keating, el docente inspirador interpretado por Robin Williams. En este sentido, el profesor utiliza el “Carpe Diem” para animar a sus estudiantes a vivir sus vidas de manera plena y auténtica, invitándolos a aprovechar cada día, día a día, buscando sus pasiones y no conformándose con las expectativas que la sociedad en general y sus familias en particular ponen sobre sus hombros. A modo ilustrativo, Keating invita a los estudiantes a la sala de trofeos de la escuela, mostrándoles fotos de antiguos alumnos conquistando y ganando cientos de galardones por competencias deportivas e intelectuales, demostrándoles que los personajes de esos logros también fueron jóvenes, con sueños y aspiraciones. Mientras los pupilos admiraban esos rostros de juventud inmortalizados en un mausoleo de recuerdos, el docente les murmuró: “Carpe Diem. Aprovechen el día, muchachos. Hagan que sus vidas sean extraordinarias”.
Retomando ya al poema de Whitman, el cual fue escrito en homenaje al presidente Abraham Lincoln tras asesinado, denota una clara muestra de lamento por la pérdida de un líder querido por simbolizar el respeto y la admiración que se gana quién es digno por saber guiar con valentía y sabiduría. En el contexto específico de la película precitada, los estudiantes recitan “Oh Captain! My Captain” como un tributo al profesor Keating, quien ha sido una figura de inspiración (como deberían ser, los buenos docentes):
“Mi Capitán no responde, sus labios están pálidos y quietos;
Mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso ni voluntad;
La nave está anclada segura y a salvo, su viaje cerrado y hecho;
Del temible viaje, la victoriosa nave, entra con el objetivo ganado;
Exulta, oh riberas, y suenen, oh campanas!
Pero yo, con paso de duelo,
Camino la cubierta donde yace mi Capitán,
Caído frío y muerto”.
Es momento de preguntarnos sobre la vinculación de ambos poemas en el guion de la pieza cinematográfica referenciada. En El club de los poetas muertos, la frase «Carpe Diem» de Horacio y el poema de Whitman se entrelazan para resaltar dos temas principales: la importancia de vivir el presente y la influencia inspiradora de un líder o mentor. El viaje educativo de todo ser humano zarpa al nacer y no concluye sino hasta morir, y en el transcurso de los atracaderos de puerto en puerto, vamos vivenciando distintos capitanes que nos hacen surcar los mares del conocimiento. Al igual que Keating, que representa ese capitán que guía a sus estudiantes en su viaje educativo-existencial, instándolos a aprovechar el día a día y a ser auténticos, debemos buscar la manera en la que nuestros estudiantes nos perciben en nuestro rol.
Llegados a este punto, es preciso que les pregunte: ¿a qué docente recuerdan con semejante cariño? Sin dudas es fácil recordar al que nos hizo comprender contenidos que hasta ese momento nos resultaban incomprensibles, sí, a los docentes que saben explicar se los recuerda, pero vamos más allá con la pregunta: ¿de cuál no nos podemos olvidar? Básicamente de aquellos que marcaron un antes y un después en nuestra vida, no sólo en nuestra educación, sino en nuestra forma de percibir y ser en nuestra existencia. Es lamentable que tantos entre nosotros nos digan que no pueden recordar semejante inspiración, o porque no la vivieron, no la tuvieron, no la percibieron o simplemente “no les tocó”. Ese “no he tenido el gusto” es tristísimo, porque se supone que en más de doce años de escolaridad obligatoria, con tantos planteles docentes que pasaron por nuestra trayectoria educativa, alguien, al menos uno, al menos una, nos tendría que haber inspirado en algo.
Evidentemente, queridos lectores, éste no es un artículo sobre arte y poesía, sino más bien de pedagogía y educación para la libertad, en el cual pretendemos dejar establecido que enseñar es inspirar, no sólo con conocimientos, contenidos y formas, sino también con el ejemplo de aquel que pudo escapar de la caverna, ver la luz y regresar a las profundidades a limar las cadenas de la esclavitud que representa una vida sumida en la ignorancia. Vivir el día y homenajear a quienes han sido dignos de admiración no es otra cosa que honrar la existencia junto a aquellos que nos han inspirado y enseñado a vivir con sentido.
Al igual que los prisioneros del mito de Platón, los alumnos sólo pueden ver lo que se les ha permitido ver en sus hogares, en sus pequeños grupos de amigos y en las redes sociales. Pues bien, esas sombras de lo que realmente importa, es todo lo que conocen hasta este momento y es parte de la responsabilidad cívica y pedagógica del maestro el regresar al llano, a la oscuridad y partir desde allí con ellos para comenzar el ascenso hacia una vida más digna. Eso es la calidad educativa, no es otra cosa: quienes hemos tenido el privilegio de tener alumnos a cargo, no deberíamos limitarnos a impartir conocimientos preestablecidos, sino que tenemos que dar un paso más, el de desafiar a los estudiantes a cuestionar sus percepciones de lo que acontece a nuestro alrededor, para orientarlos en la búsqueda de comprensión más profunda y auténtica de la realidad.
Si apreciamos el proceso de enseñanza de esta manera, es normal que en un principio los estudiantes puedan sentirse incómodos, desorientados, e incluso abracen cierta hostilidad hacia la idea de poder cuestionar “lo dado”, pero, y esto es fundamental, el docente tendría que estar capacitado para acompañarlos pacientemente en su camino hacia la comprensión en un viaje que no sólo amplía sus conocimientos, sino que también desarrolla su capacidad crítica y reflexiva. La inspiración, en esta metodología, va dirigida directamente a una crítica permanente a esas sombras con las cuales nuestros chicos suelen contentarse o escudarse, ya sea la información superficial del momento o los dogmas mal explicados y mal comprendidos, buscando de esta manera echar luz sobre el verdadero conocimiento, que sólo puede darse en el fomento de un entorno en el que la curiosidad y el deseo de aprender sean valores fundamentales. En otras palabras, si el alumno no sabe para qué aprende lo que aprende, no aprende. Ahora bien, es abismal la diferencia cuando el milagro educativo finalmente se da, y esto es algo que muchísimos docentes pueden atestiguar: la liberación de endorfina es descomunal para un profesor que puede apreciar cómo sus estudiantes, motivados por esta pasión, se convierten en buscadores activos de verdades, comprometidos con su propio crecimiento intelectual y personal.
El proceso transformador que acabamos de describir, que es real, aunque no se da de manera masiva (lamentablemente), no solo enriquece la mente, sino también el espíritu, preparando a nuestras juventudes para enfrentar el mundo con valentía, sabiduría y, por sobre todas las cosas, propósito, puesto que un ser humano que comprende que es en sí mismo valioso, siente que su vida tiene sentido, y eso es extremadamente valioso porque le proporciona una base sólida para actuar con confianza en sí mismo y en los demás para resistir a las inclemencias con resiliencia y contribuir positivamente a la sociedad, sabiendo cabalmente que su existencia tiene un significado más allá de lo inmediato.