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El metro

Juan Pedro Delgado de OlmedoLunes, 30 de septiembre de 2024
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© ADOBE STOCK (IA)

Rafael tenía unos ochenta años. Todas las mañanas tomaba el metro, que le llevaba cerca de un parque de grandes dimensiones, en donde se relajaba observando a los patos que se remojaban en un estanque. Aquel era su mejor momento del día; se sentaba al sol para respirar el aire purificado por los árboles, lejos del tráfico y del bullicio propio de la ciudad. Sin embargo, detestaba el trayecto por el que llegaba a aquel pulmón verde.

Al entrar en el vagón, buscaba un asiento libre. Sabía, por experiencia, que si el metro venía atestado de pasajeros, era más que probable que a nadie le importara verle de pie, balanceándose a la par que la máquina. Él, que era un hombre tímido e inseguro, no se atrevía a pedir el favor de que le cedieran el sitio destinado a las personas mayores.

En aquella ocasión el vagón, al abrir sus puertas, le mostró que apenas llevaba gente. Nada más tomar asiento, observó alrededor. La mayoría de los viajeros –niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos– escuchaban música a través de auriculares al tiempo que arqueaban el cuello hacia abajo para contemplar la estimulante luminosidad de la pantalla del teléfono móvil. Un par de personas, sin embargo, leían un libro. Se alegró, consciente de lo nutritivo que es leer.

El trayecto era largo. Mientras el tren surcaba uno de los túneles, de pronto Rafael se sintió solo. Buscó alguna mirada compasiva que le hiciese compañía, pero los viajeros seguían embebidos en su aislamiento, la mayoría hechizados por el teléfono, otros por su propio reflejo en las ventanillas.

Intentó establecer algún contacto visual, pero parecía como si nadie pudiera verle, como si se tratara de un fantasma.

Rompió a sudar, el pulso se le aceleró y desagradables escalofríos le recorrieron la espalda. Aquellas personas que viajaban indiferentes a los demás, y a la vez guardaban cierta distancia entre sí para no rozarse, le trajeron retazos de aquellos años oscuros que llevaba décadas intentado enterrar en el olvido: la estridente sirena que les despertaba antes de romper el alba, para que formaran junto a los jergones. Antes de que aparecieran los soldados, tenía que erguirse junto al camastro a pesar del sueño, del hambre y del frío. Era la única manera de pasar desapercibido, de librarse de que los guardias le pegasen.

«La diferencia», pensó, «es que en este vagón no hay presos ni carceleros».

El metro abandonó el túnel, empapándose de una potente luz que le cegó. Rafael apretó los párpados, algo aturdido. En su interior percibió el silencio, una sensación agobiante de incertidumbre y el golpe de la oscuridad. Acto seguido, una fuerte sacudida, similar a la de los obuses que estallaron en las inmediaciones de los barracones, lo empujó al suelo.

Al abrir los ojos, esbozó una sonrisa. Un grupo de pasajeros lo miraban con preocupación, a pocos centímetros de su rostro. El metro se detuvo junto al parque y abrió sus puertas. Aunque la distancia temporal se le antojaba casi infinita, supo que un nudo acababa de unir aquel tiempo oscuro de su juventud con el presente. Como entonces, vio que le estaban grabando mientras le ayudaban a ponerse en pie y abandonar el vagón. Algo parecido ocurrió cuando le liberaron del campo de concentración.

Juan Pedro Delgado de Olmedo, ganador de la XIX edición de www.excelencialiteraria.com

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