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Identidad profesional de la dirección escolar

Antonio Montero Alcaide
Inspector de Educación
14 de octubre de 2024
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Las crisis de identidad tienen una manifestación en cierta medida patológica cuando llevan a dudar de uno mismo. Y son algo más templadas si afectan al ámbito profesional, como es el caso de la dirección escolar. La indefinición de este desempeño, falto de un modelo fundamentado, y la incidencia de caracterizaciones algo contradictorias explican esas disfunciones identitarias. Estar en la dirección, incluso sentirse director o directora, no ha de asimilarse a serlo, ya que el ejercicio de los cometidos directivos precisa, entre otros aspectos, una capacitación específica –no directamente derivada del desempeño docente– adquirida tras solventes procesos de formación.

Buena muestra de ello es la atribución del liderazgo pedagógico, de la dirección para la enseñanza, como función destacada de la dirección, cuando su ejercicio aplicado, entre otros elementos, a la dinamización del desarrollo profesional docente requiere competencias y destrezas específicas. Han de ponerse en cuestión, por ello, determinadas consideraciones sobre la idoneidad de un liderazgo principalmente carismático y universal, por útil en cualesquiera situaciones o contextos, y reforzarse el carácter de la profesionalización directiva como resultado de sistemáticos procesos de formación.

Suele rechazarse que tal profesionalización adquiera al carácter de un “cuerpo profesional” específico, con el trasnochado argumento de un precedente, en el caso de la Educación Primaria, implantado durante la dictadura franquista y, sobra decirlo, de ningún modo replicable. Del mismo modo, se asocian los cuerpos a la burocratización, sin caer en la cuenta, muchos de quienes formulan ese argumento, de que pertenecen, precisamente, a cuerpos docentes, cuyo sentido está en procurar condiciones de acceso al desempeño pertinentes y condiciones de ejercicio adecuadas, aunque puedan mejorar tanto unas como otras en la configuración de tales cuerpos –es el caso de la evaluación de la función pública–. Como tampoco resulta conveniente la presunción de que la existencia de cuerpos docentes dificulta la participación o lleva al autoritarismo, ya que no ha de confundirse este con la autoridad legítima y la propia legitimidad de ejercicio.

No se propone, con lo antedicho, la configuración de un cuerpo para el ejercicio de la dirección –establecidos, por otra parte, en distintos sistemas educativos internacionales–, sino que se atemperan los rechazos o la oposición a tal posibilidad. Pues, tal como se ha adelantado, la profesionalización se alcanza mediante procesos formativos, preferentemente de carácter superior, que deben acompañarse de periodos de prácticas capacitantes y asesoramiento con el concurso de mentores, de directivos con ejercicio reconocido.

Perspectiva todavía poco factible cuando la propia formación para el acceso a la dirección –que tiene la forma de un curso de limitada duración en horas–, establecida con la reforma de la Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación, no tiene desarrollo más de cuatro años después de promulgada esa reforma. Así lo determina el apartado 6 del modificado artículo 136 de la Ley Orgánica de Educación: “Quienes hayan superado el procedimiento de selección deberán superar un programa de formación sobre competencias para el desempeño de la función directiva, de manera previa a su nombramiento. Las características de esta formación serán establecidas por el Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, y tendrá validez en todo el Estado”. Inexistencia de tal programa que afecta a los procedimientos de acceso a la dirección desarrollados por las distintas Administraciones educativas.

Al cabo, no poco hay que avanzar para que la profesionalización directiva resulte factible y, por ello, contribuya significativamente a la mejora de los logros escolares mediante su incidencia en los factores y agentes que directamente la propician.

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